miércoles, noviembre 30, 2022

La hoja roja bolchevique (17): El Simplificador

 El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo

Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov 


La resolución del Comité Central de 1971, como os he dicho propuesta por Chernenko, no era más que la consecuencia lógica del proceso que había comenzado desde el momento en que Leónidas Breznev había conseguido imponerse sobre Shelepin y otros posibles adversarios de su posición de poder. Una tendencia fuertemente centralizadora del poder que, de alguna manera, reinventaría el estalinismo, aunque sin purgas violentas que ya no hacían falta porque ni en el Partido ni el en ejército quedaba gente dispuesta a discrepar. En 1977, este proceso culminaría con la decisión del Comité Central, en ese momento inusitada en términos históricos, de que el secretario general del Partido debía ser también presidente del Soviet Supremo. Estas cosas son las que hacen totalmente huero y fruto de la ignorancia habitual esas afirmaciones de que el estalinismo fue una “enfermedad” del sistema soviético; algo que traicionó sus principios. No, no los traicionó: los quintaesenció. Y el breznevismo repitió la jugada.

Los seis años que transcurren entre 1971 y 1977 son años en los que Chernenko trabajó intensamente para minar definitivamente el poder del Consejo de Ministros en favor del poder de Breznev. Lo hizo, como digo, utilizando estructuras que en realidad no “eran” de Breznev, como los soviets; pero que sí lo eran porque, merced a la resolución de 1971, quedaron bajo el control de su mano derecha. El Politburo fue aprobando diversas resoluciones en las que se le adjudicaban crecientes responsabilidades a los soviets territoriales, acompañadas de la correspondiente dotación presupuestaria. Al contrario de lo que creen los socialdemócratas, los presupuestos estatales son finitos, lo cual quiere decir que toda acción de darle dinero a alguien (en este caso, los soviets) tiene que ser un juego de suma cero: alguien debe perderlo. Y ese alguien era la estructura del gobierno propiamente dicha.

Chernenko fue el padre de otra idea que mesmerizó a los soplapollas de costumbre en Occidente: convertir Moscú en la ciudad comunista ideal, por así decirlo. De hecho, en 1970 presidió y controló hasta en los últimos detalles una conferencia de urbanistas y sociólogos que fue uno de esos típicos simposios para discutir la ciudad del futuro. De ahí salieron proyectos como la creación de una red de transporte que, en algunos de sus puntos, era verdaderamente impresionante. Y, dado que los imbéciles de salón que en toda época se sientan en los platós de las Sextas de cada época, lo único que veían eran esas miguitas de pan, puestas ahí para que ellos se las comieran, comenzó a prender en Occidente la idea de que los moscovitas ataban a los perros con longaniza y aliñaban las ensaladas con beluga, que iban gratis a unas escuelas donde Carl Sagan sería bedel y tenían acceso a una sanidad pública en la que la flexión de un tobillo te la trataban oncólogos de fama mundial con veinte años de experiencia.

En 1973, Breznev inició las últimas y más importantes fases de la lucha para imponer una nueva Constitución, diseñada para hacer jurídicamente presente su total prevalencia sobre Alexei Kosigyn y el gobierno del Estado en general. Chernenko participó de muchas maneras, por ejemplo con un nuevo artículo en Voproski istorii en el que, básicamente, decía lo que tenía que decir: que las ideas de Breznev eran las de Lenin. El artículo de Chernenko, en todo caso, tiene interés para el estudioso a la hora de dejar claro hasta que punto el breznevismo no fue sino estalinismo reciclado. Preocupándose del que siempre había sido su terreno: la propaganda, Chernenko explica en ese artículo que la Constitución nueva había que explicársela bien a la gente. Pero hay detalles que indican que no estaba pensando en lo que cuando menos yo entendería por explicar algo. Detalles como que trataba de rehabilitar la figura de Andrei Yanuarievitch Vishinsky, el temido fiscal general de los peores tiempos del estalinismo, padre de la ola de purgas de los años treinta. Rehabilitación que venía acompaña de otras defensas del estalinismo en general. Chernenko, pues, estaba proponiendo un proyecto monstruo de propaganda que incorporase el control férreo de cualquier opinión contraria.

Andrei Vishinsky, ese hijo de la gran puta.
Vía Wikipedia.


Como he tratado de describiros en estas notas, en realidad el trabajo fue doble y paralelo. Por un lado, Breznev, que controlaba personalmente el proceso de diseño de la nueva Constitución, trabajaba desde las altas esferas para erosionar el poder de sus contrarios, encastillados en las instituciones de gobierno, mientras él iba ganando espacio para el Partido. Y, en paralelo, Chernenko se dedicaba, como labor principal, a controlar al propio Partido; esto es, a evitar que en la institución en la que Breznev había decidido apoyarse le pudiesen crecer los enanos. Y lo hizo, como os he contado, por la vía de demandar que los mandos y cuadros comunistas pudieran ser auditados y revisados en los resultados de su gestión. Por él, claro está.

En este punto, Chernenko se acabó buscando un enemigo potente en Milhail Suslov. Suslov, como buen teórico marxista de ésos que se han leído y subrayado hasta las pintadas que pudo dejar Marx en los baños públicos de Londres, tenía la típica concepción híper ideológica que tiene el comunista de libro. Todo lo explica la ideología, porque todo es fruto de un proceso constante, dialéctico, que sólo un auténtico marxista es capaz de comprender. A base de exigirle a la gente un compromiso entre ideología y pragmatismo, Chernenko acabó por defender la idea, mínimamente racional, que de cuando se gestiona una cosa, se tengan las ideas que se tengan, hay que tener en cuenta y adaptarse a las circunstancias de esa cosa, comprenderla y, en ocasiones, actuar a su dictado. Esto, como digo, es algo que un marxista de libro nunca aceptará. Un marxista de libro cree que la ideología lo puede todo y, consecuentemente, lo puede moldear todo.

En su deliciosa publicación Los forrenta años, de Forges, aparece una viñeta en la que Franco está revisando las obras del Valle de los Caídos. Un nervioso falangista se le acerca y le dice que hay una previsión de la obra que no se puede hacer porque el arquitecto dice que “el terreno no tiene consistencia”. Franco contesta: “díganle a la Consistencia ésa que se presente inmediatamente”. Y otro murmura: “Consistencia, la has cagao”. Pues bien: Suslov era exactamente así. Si Chernenko podía decir: tienes que tener en cuenta que trabajas un terreno con poca consistencia, Suslov decía: a un buen comunista no le para ni la consistencia ni una mierda, porque lo que está construyendo Lenin lo quiere y es necesario para la construcción del socialismo.

A pesar de tener tan poderosos contrincantes, Chernenko tenía un poderoso protector. Por ello, durante toda la década de los setenta prosiguió su labor que, en buena parte, puede seguirse a través de su producción editorial, puesto que se convirtió en un articulista teórico habitual en las cuestiones de organización partidaria. Sus teorías no hacían otra cosa que introducir puntos básicos de racionalidad en un sistema de trabajo como el del PCUS, que era la irracionalidad rampante. Por ejemplo, su teoría de que la acción de los servicios públicos demandaba de una nauchnoe opravdanie, es decir, una base científica, le llevó a sostener algo tan de perogrullo como que, al juzgar la realidad de una gestión, hay que hacerlo a partir de datos ciertos, sólidos y comprobados. Porque, te lo creas o no, la URSS, y su Partido Comunista, llevaban, de aquélla, medio siglo tomando decisiones en base a los que se les decía que se había hecho, y no lo que verdaderamente se había hecho.

En la práctica, sin embargo, todo esto se montaba sólo en una parte para poder ser más eficientes; parte que, además, perdió fuerza conforme se adentró la URSS en la década de los setenta y el aumento de ingresos por el petróleo comenzó a ser suficiente para tapar las vergüenzas de un régimen que, la verdad, nunca funcionó. De todas formas, como ya os he dicho, todo eso no se hacía, fundamentalmente, para conseguir más eficiencia, sino para perfeccionar los mecanismos de control sobre dirigentes y cuadros del Partido, con la excusa de que todo eso se hacía para garantizar la eficiencia de la vanguardia revolucionaria. Los contrarios a este sistema se tuvieron que refugiar en lo que podemos llamar el suslovismo, esto es, la idea de que la ideología era sacrosanta per se, de que un marxista que aplica el marxismo no puede estar equivocado; idea que, claro, se trataba de usar como ese aval que impide que otros controlen lo que has hecho. En el fondo, pues, la vieja idea de yo sólo soy responsable ante Dios y ante la Historia, sólo que reciclada a través de El Perillas.

Aunque es comprensible desde el balcón del presente que suene raro, lo cierto es que, en los años setenta, la Administración Breznev, y con ella Chernenko, tenía vitola de liberal, de abierta. No sólo Breznev trataba, a su manera, de aparecer como un hombre de su tiempo, posando para los fotógrafos occidentales llevando gafas de sol (estrategia que le copiaría Andropov, que hizo circular la historia de que se pasaba horas escuchando jazz); es que, también, aguas adentro, aparecía o trataba de aparecer como el tipo que trabajaba y luchaba para modernizar la estructura del PCUS, construir una URSS y un Partido del siglo XX, apartando el excesivo rigorismo de quienes parecían creer que Vladimir Lenin había escrito los mandamientos comunistas en piedra. En ese proceso, Breznev necesitaba un teórico, un Jordi Sevilla si lo queréis ver en términos más o menos actuales, porque él (como Zapatero, por cierto) era, en realidad, hombre de muy poca inventiva. Beznev (de nuevo, como Franco) no era hombre que supiera gestionar; su especialidad era obtener y conservar el Poder. Esto hizo que, en esa cruzada “liberal”, cada vez necesitaba más de Chernenko, quien no era ningún lince como pensador y mucho menos como intelectual, pero había pasado las últimas décadas con una sola tarea: conocer y gestionar la maquinaria bucocrática soviética. En tal sentido, Chernenko, dentro de su flacidez intelectual, sí que fue capaz de apuntar y detectar algunos de los grandes males de la URSS, como por ejemplo que los gestores intermedios no tomasen ni un adarme de decisión sin el aval de sus superiores, lo que hacía que toda la maquinaria soviética fuese un gigante sesteando. Pero, claro, como ya os he dicho muchas veces, ser capaz de diagnosticar la gripe nunca le llevó a comprender cuáles eran las soluciones reales que debía aplicar porque esas soluciones pasaban por dejarle sin trabajo. Además, hay que anotar el pequeño detalle de que, durante su corta existencia como secretario general del PCUS, Konstantin Chernenko habría de oponerse a varias de las propuestas liberales que recibió, quizá inspiradas en las ideas que él mismo había expresado diez o quince años antes.

Lo que sí se puede decir es que, como una consecuencia lógica del profundísimo conocimiento que llegó a tener Chernenko de las esquinas del aparato burocrático soviético, mucho mejor que cualquier miembro del Politburó, o sus colegas del Comité Central y desde luego el propio Breznev (quien, como buen mandatario, cuando no quería saber, no sabía); como consecuencia de dicho conocimiento, digo, Konstantin Chernenko se convirtió, probablemente, en el hombre de la URSS que más consciente era de la cantidad enorme de fugas de agua presupuestarias que había en el intrincado dédalo de comités, subcomités, ministerios, departamentos, agencias, comisiones y grupos de trabajo que formaban el monstruo burocrático soviético. El proceso de toma de decisiones en la URSS, se hablase de lo que se hablase, se tratase de la producción agrícola de Kazajstán o de los planes de producción de una fábrica de tractores a las orillas del Dnieper, era un proceso repleto de escalones en el que la acción de la Administración propiamente dicha y la de la célula que verdaderamente tomaba las decisiones: el Partido, se confundían muy a menudo. 

Todos esos puntos de la red fractal soviética eran pequeños comités centrales que sólo podían ser financiados desde un sitio, porque sólo había una fuente de recursos, que era el presupuesto público (debe recordarse que en la URSS no había nada, y nada es nada, que cuando menos formalmente fuese privado). Con los presupuestos públicos pasa siempre lo mismo. Aquél a quien le es adjudicado un cacho del pastel presupuestario público aspira a no soltarlo nunca; de hecho, su aspiración es a incrementarlo. En la práctica, esto quiere decir que el gestor de ese presupuesto lo gastará siempre, en toda circunstancia; aunque sea consciente de que aquella necesidad para la que se le otorgó el dinero es mucho menor o, incluso, ya no existe. Todo el mundo gasta los dineros que se le adjudican y, a mediados de año, cuando se comienza a elaborar el presupuesto del año que viene, se pone a llorar con que necesita más para esto o para lo otro. Si esto ocurre en sistemas más equilibrados, con poderes legislativos independientes con capacidad de ejercer la función de control que se les supone, imaginaos en un sistema político sin legislativo independiente. 

La máquina burocrática soviética tragaba dinero, y no vomitaba beneficios. Por eso, precisamente, la principal cruzada de Chernenko era la simplificación, la reducción de escalones de decisión. Pero eso chocaba con los intereses de los miles, incluso centenares de miles, de cuadros soviéticos que, en el marco de dicha simplificación, veían peligrar su vodka y sus putas. Chernenko, de hecho, pasó la mayoría de los años setenta siendo, desde luego, un gran desconocido para el pueblo soviético; pero no tanto para muchos de los cuadros soviéticos, porque sus políticas eran muy a menudo contestadas.

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