lunes, noviembre 28, 2022

La hoja roja bolchevique (16): El Partido se hace científico

 El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo

Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov 

De alguna manera, Chernenko le dio la vuelta a uno de los principales argumentos del estalinismo, gesto en el que, aunque probablemente a él el tema le diese igual, reivindicó a muchos miles de comunistas muertos en oscuros patios bajo las balas. Efectivamente: si con Stalin el hecho de que una fábrica sufriese un incendio o que las cooperativas agrícolas no completasen sus cupos de producción era el producto de sabotajes perpretrados por oscuros enemigos del Partido, con Breznev-Chernenko ese tipo de cosas comenzaron a ser oficialmente consecuencia de que el Partido no estaba haciendo las cosas bien y, consiguientemente, debía reestructurarse o ajustarse. Como ya os he dicho, siendo como eran bolcheviques, es decir dictadores, nunca se permitieron el lujo de concluir que, tal vez, el problema estaba en el comunismo en sí; pues una marca muy común del comunista devoto es que él, que tan rápido es a la hora de hacer juicios sistémicos del tipo “el capitalismo mata”, jamás aceptará ningún juicio sistémico sobre el comunismo; jamás aceptó, ni acepta, ni aceptará, la idea de que algo no funciona, no porque el comunismo no está funcionando bien, sino porque, simplemente, no funciona. Pero, claro, no le vamos a pedir peras al olmo, pues a todas estas gentes ya les dejó claro Vladimiro Lenin que dejarse penetrar por pensamientos así es contrarrevolucionario.

Konstantin Chernenko, el tipo que había leído a Marx en unos cómic de la revista Pumby y que tenía la misma creatividad dialéctica de una mofeta afásica, se convirtió en el principal teórico de la idea madre: la “construcción del Partido”. El nuevo mantra. Pero, como siempre, os lo repetiré las veces que hagan falta, estamos hablando de poder. La teoría llevó a la conclusión de que había que crear, en el seno del poderoso Comité Central, nuevos comités organizativos; y a Chernenko, como fundador de la teoría, se le dio mucho cuartellillo en dicha formación, que era precisamente lo que quería Breznev: tener a alguien que le profesase fidelidad perruna en esa cocina, porque esa cocina se estaba creando para controlar mejor al Partido y que a todo el mundo le quedase claro que si quería seguir bebiendo vodka y frotándose putas como si no hubiera un mañana, allí es donde tenía que acumular méritos. Se crearon comités en 9 obkoms, 21 gorkoms y 291 raikoms o distritos rurales. Como podéis ver, Breznev iba, claramente, a por el control del Partido allí donde lo controlaban eso que hoy llamamos los barones territoriales; aunque ese concepto, en la URSS, tiene muchas matizaciones, pues ya sabéis que en la URSS se practicaba mucho eso de nombrar alguien de Gerona presidente de la Comunidad de Madrid, y mandar a un tipo de Sanlúcar a mandar sobre los gallegos (algo que también hacía el franquismo, por cierto).

Las personas menos partidarias de Breznev en el Politburó cayeron como unos maulas. No le prestaron atención a aquella “reforma”, pensando que Breznev se estaba gastando en gilipolleces sin eficiencia alguna. Dieron en pensar que el poder territorial estaba muy lejos de sus intereses y que, por lo tanto, a ellos todo eso ni les tocaba. Ninguno se dio cuenta de que la reforma de “construcción del Partido”, imaginada por Breznev (porque esto Chernenko no pudo imaginarlo) y ejecutada por Konstantin, habría de ser la clave de bóveda que explica el poder incontestado del secretario general del PCUS durante todos los años setenta y la pequeña parte de los ochenta durante los cuales todavía respiró. El mecanismo es sencillo: creando una red de comités de revisión y reestructuración de las “disfunciones” del Partido en centenares de puntos concretos de la URSS, la nomenklatura breznevita, coordinada por Chernenko, era capaz de “detectar” errores allí donde el gestor de la movida no les molaba. Entonces procedían a “reestructurar” o mejorar el Partido en ese punto concreto, lo cual suponía: o bien emascularse al dirigente que había para sustituirlo por otro, o bien llegar a un acuerdo con él para que se convirtiese en un devoto defensor de las políticas defendidas por el camarada secretario general. De esta manera, se creó toda una clase política comunista totalmente fiel a Breznev, y el siguiente paso fue repatriarlos a Moscú conforme se fueron creando puestos en la estructura central, o los existentes quedaban libres por purga, jubilación o muerte. En corto: Breznev, durante los siguientes diez años, crearía toda una subclase de Hombres G, totalmente fieles a sus postulados y a sus órdenes, con los que colonizó el Comité Central y el Partido. Y, claro, para cuando los miembros críticos del Politburó se dieron cuenta de que eso sí que recortaba su poder, de que eso sí que recortaba su capacidad de prometer a otros vodka y putas, ya era demasiado tarde, y Breznev murió en la cama, en la cumbre de su poder (como Franco).

La gran herramienta de Breznev en todo ese proceso fue siempre Chernenko, porque Chernenko no sabría mucho de con qué dedo se cuidaba las hemorroides Federico Engels, pero era, sin embargo, un hacha a la hora de desarrollar cosas aparentemente inocuas que, sin embargo, tenían serios beneficios en términos de poder. Creó, por ejemplo, un inofensivo comité de asuntos ferroviarios que acabaría siendo como un vivero de cuadros breznevitas. Convenció al Comité Central de aprobar una propuesta para crear unos cursos de alto nivel para mejorar las habilidades de los altos responsables del Partido; una escuela que utilizó sistemáticamente para conseguir que importantes responsables de áreas y territorios conociesen las bondades del breznevismo y lo abrazasen. En su teórica de que había que mejorar la eficiencia del Partido, hizo una propuesta revolucionaria: que las resoluciones tomadas por el Partido fuesen auditadas pasado el tiempo para ver si se habían cumplido. Porque sí, querido lector. Es exactamente como acabas de imaginarlo: en la URSS, hasta entonces, multitud de decisiones se tomaban pero, en puridad, nadie, nunca, se ocupaba de comprobar si se cumplían. Lo importante era aprobarlas, porque la URSS era un juego de poder, y lo que contaba era la exhibición de poder que mostrabas al ser capaz de conseguir que el Comité Central aprobase tu resolución. Que esa resolución, luego, se llevase a cabo por el bien de la clase proletaria, eso era algo que, la verdad, a nadie le importaba un carajo. Recuerda: vodka y putas.

¿Le importaba a Chernenko y Breznev que esas resoluciones se cumpliesen? Ni modo. Lo que querían era adquirir las dosis de control implícitas a dicho control auditor, que no es lo mismo. La capacidad de poder ir contra el que había incumplido, presionarlo, amenazarlo, y follárselo o ganárselo para la causa. El caso es que el Comité Central le encargó a Chernenko ser el gran auditor de estas cosas. Con ello, el hombre de Breznev se convirtió en el gran teórico y práctico en la organización del Partido; organización que, al hilo de su autoconversión en experto en marxismo, intentó vertebrar con principios científicos. Bueno, lo que un marxista entiende por científico, que tiene que ver con la ciencia lo que la música militar con la música.

Aquí hay que reconocer que Chernenko surfeaba una ola bien grande. En los años setenta, el mantra de “la organización del Partido con criterios científicos” circulaba entre los culiparlantes soviéticos con la misma mismidad con que hoy manejamos los conceptos de sostenibilidad y resiliencia. Entonces no se llevaban los tomates ecológicos, sino los cuadros comunistas “científicos”. El tema no era sólo soviético. En realidad, el origen estaba en Estados Unidos, en algunas de cuyas universidades, los típicos teóricos mediocres de entonces se pusieron a perorar sobre los elementos sicológicos de la producción y otra serie de mandangas. A ver, el principio de la cuestión estaba bien: al fin y al cabo, los procesos productivos los realizan humanos, así pues están influidos por la sicología del ser humano y, por lo tanto, para comprenderlos y optimizarlos es necesario conocer dichos procesos. Pero, como suele pasar, un principio axiomático, atractivo, luego era desarrollado por teóricos de escasísima capacidad intelectual (cuando escribo cosas así, siempre me acuerdo de ese profesor de universidad que Woody Allen se encuentra en la cola del cine perorando sobre Marshal McLuhan en Annie Hall) que escribían libros básicamente dedicados a esconder ideas mediocres, cuando no peligrosamente estúpidas, bajo toneladas de lenguaje pretendidamente técnico. De ahí nacieron las ideas de que la producción (y sus aspectos sicológicos) se podían planificar, ejecutar y auditar con criterios científicos, como si estuviesen presididas por la misma fatalidad que preside el acto de mezclar un sulfato y un formaldehido.

Estas teorías, como digo básicamente acunadas en esas universidades americanas que, la verdad, sorprende que teniendo tanto dinero sean tan a menudo cubos de basura, llegaron a los países soviéticos reinventadas o revisitadas desde el marxismo. Lo cual fue, para qué negarlo, una tormenta perfecta.

Chernenko, en todo caso, hizo lo que hacía siempre, siendo como era una persona de intelectualidad del montón: adoptó el ritmo, pero no la melodía, porque para gestionar la melodía habría que saber armonía, y eso eran palabras mayores para él. Así, por supuesto que adoptó el principal elemento de todas aquellas teorías. Igual que los teóricos de cuello de cisne, perilla y pipa maloliente en EEUU engolaban la voz al decir “la clave es la utilización racional de los recursos”, Chernenko se convirtió, en sus artículos e instrucciones, en el Capitán Soviético de la idea de que los cuadros comunistas debían ser emplazados y utilizados científica y racionalmente; pero, a día de hoy, todavía no ha definido exactamente cómo se aterrizaba eso. Típico burocratismo soviético, pues: se elabora la instrucción, pero no se explica cómo se cumplirá, para que así yo, el camarada jefe supremo, te pueda decir en cada momento si cumples, o no.

Otras ideas de Chernenko eran algo más concretas (pero tampoco te sobres, lector; que Chernenko nunca transcurrió ni un milímetro de la distancia que media entre El Principito y el Código Penal) y eran hijas, en realidad, del siglo o, más bien, de la década. En los años setenta, y aunque pronto la guerra del Yon Kippur y la subida del petróleo permitirían escamotear la realidad gracias al crudo siberiano; en los años setenta, digo, la URSS comenzaba a capotar seriamente. Los gravísimos problemas que se hicieron presentes en los años ochenta no cayeron del cielo. Quienes estaban en la sala de máquinas del comunismo soviético sabían mejor que nadie lo mal que funcionaba aquella maquinaria, la cantidad de cosas que estaba haciendo mal o, directamente, no era capaz de hacer. Y por eso Chernenko, de seguro azuzado por su relativamente asustado jefe, azuzaba a los cuadros partidarios con dos conceptos fundamentales de sus dizque teorías: uno, la lucha contra el burocratismo; dos, la necesidad de combinar, inteligentemente, la ideología y el pragmantismo. Como ya he escrito varias veces en estas notas, el cerebelo no le dio a él (bueno, no le dio a Lenin que era mucho más listo que él, así que...) para darse cuenta de que, en realidad, al formular cosas así, estaba colocando el debate sobre el Estado soviético en un callejón sin salida; pues, la verdad la URSS era un Estado burocrático; y la planificación centralizada repelía el pragmatismo. Así pues, en el fondo, defender las ideas que defendía Chernenko venía a suponer defender el desmantelamiento del sistema soviético. Pero, vaya, que si alguien le hubiera dicho eso al bueno de Konstantin, se nos habría muerto de un ictus bastante antes.

Un indicativo de que Chernenko, y consecuentemente su jefe, estaba muy preocupado con el retraso flagrante que cada día mostraba más la URSS, es que fue un gran defensor del uso de las nuevas tecnologías de entonces en el trabajo del Partido. El PCUS, hasta entonces, funcionaba a base de ejércitos de funcionarios que recortaban y pegaban y escribían y corregían y volvían a escribir en papel de carbón para hacer cuatro copias cada vez. Algunos de los primeros mamotretos cibernéticos que se vieron por el Kremlin, aquellos monstruos con menos memoria que una Nintendo Switch, lo fueron en el departamento de Chernenko. Pero, para que veáis, incluso estas iniciativas, en la URSS, eran un elemento de poder. Porque Chernenko promovió el uso de computadores dentro de los servicios del Comité Central; que eran, por así decirlo, su predio. Pero también lo hizo en el ámbito de los ministerios y del Gosplan; lo cual, más que una tentativa de hacer las cosas más eficientes, fue una manera de penetrar en los ámbitos de poder de Kosigyn, y controlarlos.

El siguiente paso de Chernenko fue inesperado para muchos; y, entre ellos, para Podgorny, que fue su principal víctima. Los cambios constitucionales que quería introducir Breznev en la organización constitucional soviética venían a suponer un fortalecimiento del poder de los soviets, que hacían las veces de parlamentos en el complejo esquema territorial de la URSS. Puesto que Podgorny había sido desplazado a la estructura de soviets, para éste esas reformas suponían una ganancia de poder que le venía sobrevenida, por así decirlo. Pero, claro, no vio venir el problema cuando Chernenko le propuso a Breznev que la administración de todo aquello la llevase él.

Chernenko utilizó su conocida teoría de que el Partido, en sí, es la célula creadora de tendencias y gerencias en una URSS nucleada por el mismo para sostener la idea de que, por ello, el Partido (léase, el Comité Central) debía tener un control directo sobre los soviets; y, con la ayuda de su jefe, consiguió que este principio fuese avalado por el Comité Central en 1971.

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