viernes, noviembre 25, 2022

La hoja roja bolchevique (15): Spud Webb, primer reboteador de la Liga

El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo

Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov 



La publicación del artículo de Chernenko, como cualquier otra novedad nacida del Partido en aquellos tiempos, no era algo ni casual ni falto de motivación. El artículo del futuro secretario general del PCUS incidía repetidamente en la idea de que la evolución de la política soviética, así como de su ingeniería social, tendría una fuente importante en la praxis del Partido, pero también en las acciones realizadas por los elementos no afiliados al PCUS (pero dentro del régimen; una especie de concepción orgánica, pues, ligeramente desideologizada, que recuerda un poco a la última Falange del franquismo que, por cierto, estaba escribiendo sus páginas precisamente en esos años). Todo eso, como digo, tenía un objetivo por parte del autor del artículo y de los hombres que facilitaron su publicación: extender las alas de Konstantin.

Y así fue. Entre el vigésimo tercero y vigésimo cuarto congresos del Partido, que tuvieron lugar en 1966 y 1971 respectivamente, a Chernenko se le encargó la importante tarea de supervisar un proceso de afiliación en masa al Partido. Breznev quería que el Partido Comunista tuviese cuanta más gente mejor recibiendo los beneficios de la militancia o reputando posible conseguirlos; y si eso suponía desbastar al Partido de los elementos ideológicos de que tanto gustaban los Suslov de turno, pues tampoco era gran problema. Como digo, es curioso que ése fuera el mismo proceso que se estaba produciendo en España, un régimen diametralmente opuesto, con su Partido único. Una vez, en mi vida profesional, tuve un jefe que era un franquista convencido y que un día me contó que, a principios de los sesenta, siendo un joven, se fue a afiliar a Falange. Cuando llegó a la sede de José Antonio (hoy Gran Vía), la persona que le atendió le preguntó, directamente, si lo que quería era conseguir un piso de protección oficial, o algún empleo público; y, cuando él contestó que se afiliaba porque creía en la revolución nacionalsindicalista, su interlocutor no le creyó. Un proceso parecido era el que, de alguna manera, quería propugnar Breznev en la URSS, consciente de que era una forma muy eficiente de controlar a la sociedad.

Chernenko hizo su labor. En cinco años, 2,2 millones de ciudadanos soviéticos se hicieron comunistas, con lo que la militancia del Partido creció un 25%. El proceso fue paralelo a otro, también dirigido por Chernenko, en el cual los cuadros del Partido conocidos por tener fidelidades extrañas a la de Breznev fueron purgados de una manera o de otra; y fácilmente sustituidos con este nuevo tsunami de militantes conscientes de que se lo debían todo al vigente secretario general.

En esos cinco años, además, Chernenko fue el eficiente preparador de las agendas de los dieciséis plenos del Comité Central que se celebraron. Son muchos, teniendo en cuenta que, tratándose de un régimen súper piramidal e híper burocratizado, cada reunión del Comité demandaba la preparación de toneladas de documentación. Pero Chernenko se mostró capaz de crear un departamento capaz de gestionar todo aquello, siendo como era un burócrata en modo experto.

En uno de los plenos celebrados en 1970, con un lustro sobre las espaldas de la administración Breznev y, por lo tanto, en poder del secretario general completamente consolidado, Chernenko y su jefe se atrevieron a llevar un asunto que querían abordar de tiempo atrás: la organización del trabajo del Politburo. Chernenko propuso, y estableció, un régimen casi militar: el Politburo debería madrugar, reuniéndose a las nueve de la mañana de cada jueves; de modo y forma que, en la mañana de los viernes, sus decisiones, debidamente documentadas, deberían estar en perfectas condiciones para ser distribuidas a los miles y miles de receptores que debían conocerlas.

Chernenko, por lo tanto, tuvo un mérito organizativo enorme; un mérito que hoy en día, con esto del correo electrónico, las fotocopias, la nube y todas esas cosas, parece una coña. Pero ser capaz, hace medio siglo, de establecer un sistema de formulación y difusión masiva de información prácticamente igual de eficiente que el que se pueda montar hoy con toda la ayuda de la tecnología, es algo al alcance de unos pocos. De unos pocos capaces de utilizar personal sin fin, de someterlo a condiciones laborales absolutamente exentas de derechos, de horarios y hasta de días libres (ellos, que todo lo hacían por el proletariado...). Y también de otra cosa, una característica que Chernenko había cincelado con los años: la capacidad de adelantar cuáles iban a ser las decisiones del Politburo.

En efecto, cualquiera que haya trabajado en la secretaría de un consejo de administración o de un órgano de gobierno en general sabe que, si el trabajo está bien hecho, la mayoría de las veces las actas de una reunión están escritas antes de que la reunión comience. Esto es así porque es toda una tradición (en realidad, una marca de eficiencia) llevar las propuestas en el orden del día bien mascaditas y sabiendo exactamente quién va a votar qué y, por lo tanto, qué se va a aprobar y qué no. Esto, insisto, es así en todo el mundo mundial, desde la Casa Blanca hasta los consejos de administración de Modas La Vane SA. Chernenko, simplemente, quintaesenció esa habilidad. Obviamente, el tiempo jugó a favor de él pues, conforme la URSS fue dejando atrás los años sesenta y estrenó la década de los setenta, el poder de Breznev se hizo tan incontestable que, en realidad, era el camarada secretario general el que sabía bien lo que se iba a aprobar y lo que no, y cómo. Su principal obligación era, simplemente, maquillar o diluir las posiciones que, en ocasiones, expresaban personas como Shelepin, Podgorny o Shelest, distanciadas de las del camarada secretario general. Él le contaba al Comité Central el cuento de un Politburo donde nunca se disentía; y lo hizo hasta que el Politburo, efectivamente, dejó de disentir.

El control de la información por parte de Chernenko también funcionaba en la otra dirección. En la URSS, un país sin libertad para votar ni libertad para montar un periódico o una revista con ideología propia, el principal elemento de transmisión de quejas entre los ciudadanos y el poder eran las cartas. La inmensa mayoría de las personas purgadas por Stalin, sobre todo las injustamente purgadas, le escribieron cartas al secretario general exponiéndole su caso y pidiéndole que intercediera en su favor. Aunque Stalin casi nunca atendió esas admoniciones, y de hecho las pocas veces que lo hizo destacan precisamente por eso (bueno, por eso y porque no se entiende por qué esas y no otras, lo cual contribuye a hacer de la sique de Stalin un puto misterio); aunque Stalin casi nunca las atendió, digo, lo que es un hecho es que alguien se leía esas cartas, fuere el propio Stalin, Molotov, Kaganovitch o cualquier otro. En la URSS permanecía, como una tenue luz del pasado, como la última luciérnaga no jubilada de los good old days, la idea de que siempre había que darle el derecho a Iván Ruso de exponer su caso. Y como a Iván Ruso se le despedía de su trabajo, se lo detenía, se lo encarcelaba, se lo exiliaba, se lo torturaba, se lo mataba a él, a su mujer, a su madre, a sus hijos, se le negaba la audiencia en los tribunales, todo ello sin dar la menor explicación ni permitirle ejercer el menor derecho, todo eso se salvaba, de alguna manera, estableciendo que podía escribir cartas quejándose de su suerte. Por eso, en los campos del Gulag, uno de los elementos de represión fundamentales que se ejercía era retirarle a los presos el derecho a escribir; y, de hecho, fue una de esas cosas que volvió cuando Stalin, y sobre todo Lavrentii Beria, fueron arrimados al arcén de la Historia soviética.

En la URSS, pues, escribir cartas era muy importante. Era tan importante que hubo un tiempo en que una agencia de prensa, me quiere sonar que la Novosti, tenía un ejército de escritores a sueldo cuyo destino era contestar todas las cartas que el Kremlin recibía de ciudadanos del exterior. De hecho, en los setenta recuerdo la noticia de un ciudadano occidental que descubrió que la Unión Postal Internacional (a la que la URSS pertenecía) tenía estatuida una multa en el caso de que una administración de Correos se negase a entregar una carta a su destinatario; y, cuando descubrió esto, se dedicó a escribirle cartas con acuse de recibo a ciudadanos que estaban en el Gulag y, como dichas cartas nunca eran entregadas, luego exigía la indemnización. Hizo una pasta con aquello.

Lo que los ciudadanos soviéticos hacían cuando el megavatio se ponía por las nubes no era abrir Twitter y poner a parir a Breznev. No lo hacían porque: a) no existía Twitter; b) si hubiera existido, ellos no habrían podido usarlo; c) en todo caso, criticar al camarada secretario general era delito. Sin embargo, lo que sí tenían a mano era el viejo “escriba a su congresista” que, en su caso, venía a ser escribir al Comité Central del Partido, bien a escala local, bien a escala de la Unión. Y el flujo de cartas era tan importante que, de hecho, los Comités Centrales, y el Central-Central por supuesto, tenían un comité de cartas, una especie de comisión de peticiones (institución que, por cierto, también tuvieron las Cortes franquistas; yo, ahí lo dejo...) Y... ¿quién se hizo con el férreo control de dicho comité? ¿Quién adquirió, pues, la habilidad de contarle al Politburo lo que le gustaba o no le gustaba a la gente; lo que le cabreaba y lo que no? Acertasteis: Konstantin Chernenko.

Las cartas que recibía el Comité eran una fuente de poder más grande de lo que os podéis imaginar. Tenéis que entender que era la única manera, aunque sólo fuese un agujerito estrecho, que tenía la gente en la URSS de contar lo que le afectaba, o lo que veía que funcionaba mal. Muy particularmente, si alguien era testigo de un caso de corrupción, la única forma que tenía de expresarlo era escribiendo una carta, porque los tribunales no es que funcionasen muy bien. Para Chernenko, pues, dominar el Comité de Cartas, que otros antes que él habían gestionado con aburrimiento y escasa creatividad, se convirtió, para empezar, en una herramienta de chantaje. Si obtenía información sobre una actuación poco clara del secretario general del obkom de tal y tal, tenía el poder de hacer que el Politburo supiera de ello; y, si el cuadro del Partido de marras no era de la cuerda de Breznev, ya podía saber que lo haría. Así pues, aunque no podemos saberlo, sí podemos apostar sobre seguro a que fueron decenas, si no centenares o miles de veces, las que Chernenko compró la fidelidad de éste y de aquél a la línea del camarada secretario general, a cambio de retirar según qué cartas del orden del día.

En lo mejor del poder de Breznev, aquellos años en los que se entrevistaba con Nixon y se dejaba fotografiar por la prensa occidental con gafas de sol, pretendiendo ser un hombre de mundo y no un destripaterrones de las estepas, Konstantin Chernenko había acumulado una cantidad enorme de poder que, fielmente, administraba por el bien de su jefe; porque si algo lo caracterizó fue ser, siempre, consciente de sus limitaciones. Tenía un poder extraordinario pero, sin embargo, era desconocido casi por completo: desde luego, de todos los culiparlantes de Occidente, expertos de todo a cien de poblaban, pueblan y seguirán poblando esas tertulias políticas que tienen menos interés que los diarios de Rita Irasema; la mayoría de los cuales, la verdad, nunca supieron nada de la URSS y hoy, que la URSS es agua pasada y consiguientemente para saber hay que estudiar, todavía saben menos. En segundo lugar, era un desconocido de los hombres de poder en el mundo occidental, escasamente informados sobre los verdaderos resortes del poder soviético. Pero, en tercer lugar, también era un desconocido para el pueblo soviético, que estaba acostumbrado a encontrarse en su prensa con alguna que otra foto y referencias de discursos o de firmas de un número respetablemente elevado de cuadros del Partido; pero no de Konstantin Chernenko. Sin embargo, a Chernenko lo conocía todo el mundo que lo tenía que conocer; y, más aún, las pocas personas que lo conocían, además de conocerlo, por lo general, tenían miedo de él y de su poder efectivo.

Breznev practicó una política clara de concentración del poder del Comité Central en unos pocos. A principios de los setenta, hace ahora medio siglo pues y cuando ya pudo considerarse consolidado en su puesto, en realidad toda esa monstruosa institución descansaba sobre los hombros de muy pocos hombres: Andrei Kirilenko e Iván Kapitonov controlaban a los cuadros del Partido. Fiodor Davidovitch Kulakov llevaba la agricultura. Vladimir Ivanovitch Dolgikh, hombre de industria curtido en Krasnoyarsk, estaba a cargo de la industria. Nuestro viejo amigo Suslov se encargaba de la ideología. El general Dimitri Fiodorivitch Ustinov se encargaba de las fuerzas armadas. Piotr Demichev gestionaba los temas culturales. Boris Ponomarev se encargaba de las relaciones con los otros países comunistas. Y, finalmente, Konstantin Katushev llevaba el movimiento comunista internacional.

Fiodor Kulakov, el hombre de Breznev
en la agricultura. Vía Wikipedia.



Vladimir Dolgikh, encargado de la industria.
Vía Wikipedia.

Esta era la lista oficial. Pero en la real, había un nombre más: el de Konstantin Chernenko. Ante la lista que os acabo de copiar Chernenko era un poco como Spud Webb situado bajo la canasta, tratando de disputarle un rebote a Karim Abdul Jabbar, Moses Malone y Dikembe Mutombo. Tendrían que pasar un huevo de cosas para que la bola le beneficiase, o él tendría que buscarse un camino no explorado por nadie. Y decidió que ese camino eran las políticas del Partido.

Ya os he dicho que, como teórico, Chernenko había abordado la defensa de la idea de que la sociedad soviética era una sociedad viva, cambiante; y que el Partido tenía la obligación de canalizar esa creatividad (porque, claro, un comunista nunca se plantea la idea de que la creatividad de una sociedad pueda dirigirse hacia la idea de hacerle una higa al comunismo. Cometiendo este error fue como Gorvachev impulsó la perestroika, pues nunca pensó que serviría para mandar al PCUS a tomar por culo). Pero eso cambiaba mucho las cosas. En 1970, después de medio siglo contándole a los distintos pueblos de la URSS una milonga de puta madre que se supone que iba de construir el socialismo cuando en realidad de lo que iba era de vodka y de putas, un principio así venía a decir que había que trabajar dentro del Partido. Que los comunistas, pues, no sólo debían trabajar hacia los demás, sino entre ellos. Es lo que Chernenko llamó “la construcción del Partido”, el típico concepto marquetiniano que no deja de contener su dosis de coña marinera (un partido que tiene que construirse... ¡medio siglo después de haber comenzado a tener el poder!); pero, claro, si alguien apreció la dicha coña, se guardó mucho de expresarla, no sea que acabase en el Gulag.

En el fondo, estamos hablando, como siempre, de una lucha de poder. Lo que defendía Chernenko, con el apoyo de su jefe porque ahora le convenía, era la prevalencia de la burocracia del Partido sobre sus dirigentes; algo que estaba en el ADN leninista, así pues Chernenko supo elegir muy bien su cruzada. Y ganar poder con ello.

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