miércoles, noviembre 16, 2022

La hoja roja bolchevique (11): Cómo cayó Khruschev (4)

El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo

Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov 



El papel de las Fuerzas Armadas y de la Policía en el golpe que se cargó a Khruschev fue tan importante que son muchos los analistas que se preguntan si, en lugar de la versión comúnmente aceptada de que Shelepin reclutó a Breznev, no sería más verdad que Breznev reclutó a Shelepin.

Existen razones para pensar eso. A la luz de los hechos, la principal responsabilidad de Shelepin en el momento crucial se limitó, úsese ese verbo entre comillas, a reunir al Comité Central adecuadamente para que pudiera dar su nihil obstat al cambio. El papel, sin embargo, de controlar a Khruschev, y desactivarlo, le correspondió más a Breznev; y ello a pesar de que el perfil de Shelepin lo vinculaba a las fuerzas policiales. Esto, en todo caso, bien pudo ser algo que la mayoría de los conspiradores forzaron para que el papel de Shelepin en el golpe no fuese excesivamente importante pues, como os he dicho, todos o casi todos temían que tuviese la ambición de montar una dictadura personal.

Breznev se ocupó de las cloacas del golpe; pero eso no nos debe llevar a minusvalorar el papel y el apoyo que tuvo que recabar de Shelepin. Shelepin había sido jefe del KGB; y no sólo eso, sino que el jefe en aquel momento, Vladimir Efimovitch Semichastny, en realidad era mucho más cercano a Shelepin que al propio Breznev. De hecho, es mi personal opinión que uno de los grandes errores de Khruschev, o quizá la prueba del nueve de su debilidad como gobernante, fue permitir que Shelepin colocase a Shemichastny al frente del KGB.


Vladimir Semichastny. Vía Wikipedia.

El poder de Shelepin en los servicios secretos soviéticos, sin embargo, no era total. La poderosísima División Administrativa del Comité Central, que dentro de una denominación tan aparentemente plana escondía un poder enorme sobre los nombramientos de cuadros del Partido, tenía como tal un control importante del KGB. En los cinco años anteriores al golpe, esta División había sido dirigida por Nikolai Mironov, quien, oh casualidad, era un hombre procedente de la fecunda escuela de cuadros de Dnepropetrovsk. Era, pues, alguien elevado a los altares moscovitas por Breznev. Mironov, además, había pasado primero por el KGB, antes de ser promovido a miembro del Comité Central, memebresía desde la que ganó la jefatura de División.

El poder de Shelepin en el KGB también estaba matizado por Semen Kuzmich Tsevigun. Tsevigun también era un breznevita, a cuyo calor había sido secretario general del Partido Comunista en Tayikistán; así como Georgiy Karpovitich Tsinev, otro de Dnepropetrovsk que había sido colocado por Breznev como jefe de los cuadros del KGB.



GK Tsinev. Vía Wikidata.

Yo, personalmente, considero que el papel de Breznev en la conspiración contra Khruschev con seguridad fue muy importante; pero eso no me lleva a concluir que no debamos considerar que, muy probablemente, aquel golpe de Estado deberíamos conocerlo en la Historia como el golpe de Shelepin.

Alexander Shelepin había hecho grandes servicios a la Unión Soviética. Servicios de ésos que no se premian con medallas muy fácilmente, porque son cosas que, teóricamente, los Estados no han hecho. Aquellos años de finales de los cincuenta y principios de los sesenta fueron años de mucha deserción por parte de diplomáticos, científicos y deportistas soviéticos. Algunos o muchos de ellos acabaron apareciendo muertos en habitaciones de hotel o sitios así. Puede que se suicidasen, puede que les reventase la patata; pero también puede que se los cargase Treadstone. Y, si éste era el caso, podéis estar ciertos de que Shelepin, o bien conoció la operación, o bien la ordenó, o bien la organizó, o bien alguna combinación de estos tres verbos. Khruschev admiraba a Shelepin por su capacidad organizativa y porque no había reto que le pareciese imposible; y Shelepin despreciaba a Khruschev precisamente por eso, porque lo veía como un gordo nenaza que se había acomodado al poder y, consecuentemente, no estaba dispuesto a hacer lo que tenía que hacer porque, al fin y al cabo, temía perder su dacha, sus comilonas y sus putas por el camino. De hecho, Shelepin, creo yo, pensaba lo mismo del resto del Politburo y del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Era un posestalinista más; el tipo de tío que, muchas veces, estoy seguro, mascullaría para sí: “esto Iosif Vissarionovitch seguro que lo resolvía de otra manera”.

Nikita Khruschev tuvo hacia Shelepin esa actitud que todos los videojugadores tenemos cuando nos enfrentamos a un enemigo demasiado potente: dar pasos atrás, mientras tratas de acopiar fuerzas o esperas a que cometa un error. Lo hizo secretario del Comité Central, luego vicepresidente del Consejo de Ministros, y luego director del poderosísimo Comité de Control Partido-Gobierno. Pero nunca consiguió que Shelepin tuviese suficiente.

El líder del PCUS trató, sin éxito, que Shelepin aceptase pacer en el segundo escalón del poder comunista, pero sin tocar el Sangri-la, esto es, el Politburo. El lugar donde, realmente, se cocía la política soviética. Shelepin, sin embargo, se consideraba (y lo era) de superior calidad que el resto de sus compañeros secretarios del Comité Central o ministros del gobierno. Por eso, cuando se montó el golpe, dejó claro que su condición irrenunciable a cambio de jugarse el gañote era entrar en el Presidium y ser uno más de los que compartían en Poder con mayúsculas. Disponía de un ejército de cuadros del Komsomol y, sobre todo, el KGB, que le obedecerían ciegamente, y a los que ambicionaba colocar en los resortes adecuados del entramado soviético.

Khruschev cumplió 70 años en abril de 1964, en un ambiente en el que nadie hubiera dicho que se estaba preparando un golpe contra él. Khruschev, sin embargo, no estaba bien. Yo creo que sabía cosas, o las intuía. Era un hombre que, como demuestra la Historia, trabajaba muy mal bajo presión; de hecho, la presión tendía a exacerbar su capacidad de cometer errores. Aquel año de 1964 anunció la intención de convocar, antes de terminar el ejercicio, una conferencia internacional de partidos comunistas, a los que quería unir en apretada falange contra el comunismo chino. Aquello se vio como una provocación en muchos círculos del Comité Central. El hecho de que fuese Khruschev quien tuviese razón siendo consciente de que el comunismo soviético y el maoísmo no se iban a poder seguir llevando ni medio bien mucho tiempo, es irrelevante. Eso era el terreno de la realidad; pero en el terreno de la irrealidad en la que vivía la mayoría del Comité Central y la totalidad del votante democrático medio, la aparición de un cisma en la cumbre del comunismo era algo intolerable, y así se lo hicieron saber muchas voces al camarada secretario general. El Presidium hizo hilo con estas posiciones.

En este momento Khruschev, probablemente considerando que cerrando la vía de una oposición contra China se le cercenaba de uno de los elementos fundamentales de su política, decidió dar otro paso muy ambicioso, pero no menos polémico: el acercamiento hacia la República Federal Alemana. Fueron los tiempos en los que en la parte occidental de Alemania se hizo famoso el concepto de Ostpolitik, la política de acercamiento o relativa comprensión hacia la URSS hija de estos cambios estratégicos en el Kremlin. Estos acercamientos, sin embargo, pusieron muy nervioso a Walter Ulbricht. Ulbricht ya había tenido una ración importante de desconfianza hacia Moscú tras la muerte de Stalin, cuando su teórico sucesor Lavrentii Beria quiso jugar la carta de bajarle los humos comunistas a la República Democrática Alemana para así conseguir una mejor entente con las fuerzas occidentales europeas. Ulbricht, por lo tanto, tenía razones para recelar de la posibilidad de que, algún día, Moscú terminase vendiéndolo, a él y a sus burócratas y su Stasi, en la almoneda del pacto geopolítico de altos vuelos. Así pues, pulsó el botón del pánico y el ulular de la sirena se oyó bien claro en el Comité Central soviético, donde el personal le exigió muchas explicaciones a su jefe.

Khruschev, sin embargo, había elegido una línea; y, ahora, yo creo que pensaba que parar y ceder era peor negocio que arriesgarse. Así que, negando los planteamientos nada menos que de Suslov, decidió darle a la Yugoslavia de Tito el marchamo de país comunista. Suslov consideraba que si se reconocía que un país que utilizaba el nacionalismo de forma tan importante se lo reconocía como país comunista, ello lanzaría a muchas nacionalidades del Este de Europa el claro mensaje de que para ser comunista ya no había que ser internacionalista, y sería el desastre (en puridad, hay que decir que cuando menos yo creo que tenía toda la razón).

El principal conflicto que Khruschev llevó a su punto de ebullición aquel 1964, y sobre todo en su segunda mitad, fue el conflicto con las Fuerzas Armadas. El secretario general del PCUS había llegado ya para entonces a la conclusión, cierta, de que la financiación del complejo militar-industrial soviético y la mejora de la disponibilidad de bienes de consumo por parte de los ciudadanos eran vasos comunicantes: no se podía trabajar para los dos a la vez, pues trabajar para uno era trabajar contra el otro. En la dinámica de su nueva política dirigida a mejorar el nivel de vida del ciudadano soviético por la vía de petar de mercancías las estanterías de las tiendas, Khruschev anunció que quería realizar una reforma a fondo de la agricultura soviética. Y fueron muchos los que entendieron que esa reforma, con seguridad, implicaría la creación de nuevos órganos y el cambio de cabezas en otros ya existentes. En otras palabras: Khruschev pensaba, se decía, utilizar la reforma de la agricultura para realizar una purga, aunque sin fusilamientos.

Todo esto debía presentarse en el pleno del Comité Central previsto para noviembre de 1964. En la Prensa aparecieron artículos que, de una forma más o menos velada, sugerían la idea de la necesidad de sangre nueva en las altas instancias del Partido. La nomenklatura existente comenzó a darse cuenta de que su supervivencia con sus coches oficiales, sus pases de economato, sus matrículas para los hijos en escuelas y universidades merecedoras de tal apelativo, su vodka interminable y sus putas siempre abiertas de piernas, dependía de que el Gordo Cabrón, o bien llegase a noviembre sin anunciar su reforma, o bien no llegase. Así pues, cuando Shelepin comenzó a marcar números de teléfono, casi nadie estaba apagado o fuera de cobertura.

Quienes piensan que Iosif Stalin fue asesinado de obra u omisión (o bien porque lo envenenaron, o porque le negaron durante horas la ayuda médica que tal vez lo habría salvado) consideran que aquel movimiento fue un movimiento defensivo. Que Stalin estaba preparando una nueva gran purga, en la que proyectaba incluso llevarse por delante a su mano derecha Beria (aunque, para mí, la verdadera mano derecha de Stalin era Viacheslav Molotov; pero eso ya lo contaremos otro día). Y que, en consecuencia, quienes se lo cargaron o lo vieron morir sin hacer nada, lo hicieron para salvarse ellos mismos. Si esto fue lo que pasó, diez años después se reprodujo. Las personas que se llevaron por delante a Khruschev, lo hicieron porque sabían o intuían que Khruschev se los iba a llevar a ellos por delante.

¿Por qué Breznev como sucesor? Pues por dos razones importantes. La primera, porque era imperativo que el sucesor no fuese Shelepin. En puridad, Shelepin, quien por edad y cargos no podía aspirar a llegar al poder soviético tras aquel golpe de Estado, lo que necesitaba es que dicho poder fuese ejercido por alguien que lo supiese controlar; y ése, sin ningún lugar a dudas, era Breznev quien, como hemos visto, tenía varios importantes álfiles colocados en el KGB, que era el centro del poder de Shelepin.

La segunda razón es que lo merecía más que nadie. Nadie, en en el Presidium, podía competir con Breznev en términos de capacidad de influencia, de conocimientos y de experiencia. Breznev, ya os lo he dicho y os lo he intentado describir, disponía de una especie de clase política propia, los de Dnepropetrovsk, los moldavos, los kazajos que había ido conociendo y criando a sus pechos durante años. Nadie tenía más poder burocrático que él. En el momento del golpe, Breznev llevaba más de treinta años de servicios al Comité Central, y eso era algo que nadie podía exhibir. Todos los primeros secretarios generales del Partido habían provenido hasta entonces de secretarios del Comité Central que eran asimismo miembros del Presidium y, además, tenían experiencia de gobierno. Por unas cosas o por otras, ni Kosigyn, ni Mikoyan, ni Voronov, ni Kirilenko, ni Poliansky ni Shernik podían marcar todas las cruces en la ficha. Suslov y Podgorny eran secretarios del Comité Central y miembros del Presidium, pero sin experiencia de gobierno.

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