martes, julio 19, 2022

La implosión de la URSS (34: Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto



El 27 de enero de aquel año de 1997, y según las previsiones que los propios rusos deseaban, Aslan Maskhadov había sido elegido presidente de Chechenia. El 12 de mayo, ambos presidentes, Maskhatov y Yeltsin, firmaron un tratado de paz que se vendió como el final de cuatro siglos de conflicto. Shamil Basayev, sin embargo, permaneció muy lejos de los planteamientos pactistas del presidente; era una apuesta a medio plazo que pronto dio sus réditos porque, la verdad, la Rusia que pactó con Chechenia en 1997 era como la España que le prometió derechos políticos a los cubanos después de sus primeras revueltas: no tenía ni un adarme de intención de cumplir lo pactado.

Entre Mashatov y Basayev, por lo tanto, se abrió el mismo tipo de cisma que a veces, en la política nacionalista, se aprecia entre formaciones con el mismo objetivo, pero distintas estrategias. Para tratar de contraprogramar estas tensiones, Moscú dio la orden de pacificar el Cáucaso. De esta manera, tanto osetios como ingusetios alcanzaron sus propios acuerdos de paz. El presidente de Abjazia, Vladislav Ardzinba, fue a Georgia para entrevistarse con Schevardnazde. En junio, Moscú fue el anfitrión de la firma de un acuerdo entre el gobierno tayiko y su oposición islamista, para así terminar con la guerra civil en Tayikistán.

Sin embargo, seguía habiendo un problema gordo: Ucrania. El 28 de mayo, Ucrania y la Federación Rusa habían alcanzado un acuerdo para repartirse la flota del Mar Negro. Yeltsin y el presidente ucraniano, Leonid Danilovitch Kutschma, firmaron el 31 de mayo un tratado de amistad y cooperación.

Estos acuerdos, sin embargo, fueron fuertemente criticados en Moscú. Aparte de al gobierno, no le gustaron a nadie, y las fuerzas de la oposición, notablemente los comunistas, supieron sacar un buen rédito del enorme resquemor nacionalista con que los acuerdos con Ucrania fueron recibidos. El acuerdo contenía cláusulas que tenían mucha lógica desde el punto de vista de la gestión económica pero que, sin embargo, se daban de hostias con el nacionalismo panrruso. Por ejemplo, Rusia había renunciado a Sebastopol a cambio de que Ucrania se comprometiese a reducir la abultada deuda naciente por sus compras de gas ruso. Tanto nacionalistas como comunistas se pasearon por Moscú gritando “Sebastopol es nuestro”. Y en ningún momento se alzaron voces explicando que esa demanda excluía la recuperación por la fuerza. Esto, cabe recordarlo, ocurría antes de que Vladimir Putin fuese el máximo mandatario de la política rusa.

Yeltsin, sin embargo, estaba en otra cosa. Estaba en hacer que la Comunidad de Estados Independientes, el otrora invento de Gorvachev que le había parecido una chorrada y que había combatido con saña, acabase por ser algo útil. La CEI, a pesar de las muchas cosas ocurridas en los seis años de década ya transcurridos, tenía todavía instituciones comunes como una instancia de seguridad colectiva o una unión aduanera. Algunos países de la comunidad, incluso, habían estrechado más sus lazos, al estilo del Benelux en Europa, como es el caso de Euasia-GUAM (es decir Georgia, Uzbekistán, Armenia y Moldavia). Por lo demás, muchas personas en Rusia y en Bielorrusia consideraban que ambos países debían federarse.

Tanto Yeltsin como el presidente bielorruso, Alexander Lukasevitch Lukashenko, estaban por la labor. Pero, claro, siempre cada uno tiene su visión. En la primavera de 1997, Lukashenko envió al Kremlin su propuesta de tratado de integración; un documento cuya redacción no gustó nada en Moscú. Lukashenko proponía una integración de igual a igual, creando con ello una entidad unida que sería presidida por ambas naciones por turnos cada dos años. Se crearía un parlamento en el que cada país tendría 35 escaños, lo cual significaba que un país con 150 millones de habitantes tendría los mismos representantes que uno de 10. Yeltsin, nada más leer el documento, tuvo claro que tenía que olvidarlo, tirarlo, y conseguir que Lukashenko aceptase empezar de cero. Lo que se redactó en un ambiente de diferencia de opiniones tan intenso fue un tratado de amistad que no regulaba institucionalmente integración alguna, y se limitaba a afirmar una voluntad genérica en dicho sentido. A la larga, como yo creo que el propio Lukashenko temía, este enfoque le ha jugado a la contra a Bielorrusia, puesto que, como bien demuestra la invasión de Ucrania, su país ha acabado teniendo un estatus de comparsa respecto del vecino ruso; aunque también es cierto que, personalmente, el longevo presidente bielorruso seguro lo aprecia como una ventaja, puesto que dificulta enormemente los movimientos de oposición a su gobierno: los vínculos con Moscú son tan estrechos que, caso de producirse cualquier movimiento o rebelión contra el poder constituido en Bielorrusia, es casi seguro que Moscú apoyaría al Ejecutivo con sus tropas.

El detalle de aquel borrador de acuerdo, junto con otras muchas cosas que pasaron, le demostró a Yeltsin que no controlaba la CEI. De hecho, los desplantes siguieron, como ocurriría en abril de 1998, cuando los países integrantes de la Comunidad nombraron a un secretario ejecutivo distinto del candidato del presidente ruso. Y todo eso ocurría en el marco de un suceso mucho más preocupante: la presión de la OTAN.

El 27 de mayo de 1997, en paralelo al difícil proceso negociador con Ucrania, Yeltsin se dejó caer por París para firmar el acta que regularía las relaciones entre Rusia y la OTAN. Este acta creó un consejo conjunto permanente, responsable de explorar las vías y organizar la cooperación entre ambas partes.

Yo, cuando menos, no puedo aseverar nada si no es en el terreno de la conjetura; pero mi opinión, cuando menos, es que Yeltsin firmó aquel acta arrastrando el escroto. Probablemente, no podía hacer otra cosa. Diez años más tarde, la situación de Rusia, heredera de la vieja URSS, había cambiado poco; en eso, la verdad, el mundo occidental estuvo bastante listo. La estrategia de los Estados Unidos y sus aliados durante la primera mitad de los años ochenta del siglo pasado fue llevar a la URSS siempre con el belfo colgando a causa de las inmensas cantidades de dinero que tanto ella como, sobre todo, los países satélite, le debían a financiadores occidentales y a las instituciones multilaterales controladas por ellos. Un poco la misma milonga que cuenta Carlton Hayes en su libro sobre su experiencia como embajador estadounidense en la España de Franco, cuando cuenta que los EEUU le daban a España el 60% del combustible que necesitaba para que, así, el general les debiese la vida los días pares y los impares, también. Como digo, diez años después Rusia no había avanzado nada. Una política de privatizaciones oscura como la noche, que había premiado a los oligarcas propios sobre el capital internacional a causa del extremo nacionalismo de todo ruso; y el hecho inmediato de que la nueva economía rusa era, en realidad, mucho menos eficiente de lo que debería haber sido o de lo que, por ejemplo, fue la economía de la vieja Alemania Oriental después de ser privatizada; todo eso, digo, tenía a Rusia con la lengua fuera, incapaz de aceptar que Occidente se desentendiese de ella financieramente. Y, por eso, Yeltsin tuvo que firmar el pacto Amigos para siempre con quien sabía que era su peor enemigo, porque sabía muy bien lo que pretendía hacer: aislarlo.

El acta de París, por otra parte, no podía pasar desapercibida en Moscú como la bajada de pantalones que fue. A veces, lo realmente importante de los acuerdos y documentos oficiales no es lo que dicen, sino lo que no dicen. Y lo que no dice el acta de París es que la expansión hacia el Este de la OTAN fuese caca. En Madrid, el 8 y 9 de julio de aquel año, se fraguó, en alguna medida, la invasión rusa de Ucrania en el 2022. Esos días, la capital de España fue la sede de una cumbre de la OTAN en la que esta organización, libres sus manos por el acta de París, pudo escuchar las peticiones de membresía por parte de quienes hasta muy poco tiempo atrás habían sido bastiones del marxismo-leninismo. Hungría, Polonia y la República Checa llamaron a la puerta, y comenzaron las negociaciones con la vista puesta en su integración en la alianza para 1999. En Moscú, la oposición cocinó cupcakes de mierda con esto: el presidente Yeltsin había dejado al oso ruso encadenado a un poste.

La contraprestación que obtuvo Yeltsin por todo esto: por acordar con la OTAN, por acordar con las repúblicas centrífugas, no fue moco de pavo. La economía rusa se estabilizó y comenzó a carburar; un efecto muy positivo que a menudo se olvida, sobre todo por el enorme contraste que ofrece el vecino geográfico e ideológico chino, que hace que cualquier cosa que no sea crecer a dos dígitos parezca una pamema. Pero le dio igual, porque el nacionalismo, no digamos el comunismo y ya, el comunismo con ribetes nacionalistas ni os cuento, no viven de la relación con la realidad, sino con sus realidades paralelas. Rusia se sentía la perdedora de una guerra sin fusiles. Y Boris Yeltsin era el puto general que había firmado la rendición.

Comenzando 1998, cada vez estaba más claro que la vida política de Boris Yeltsin estaba acabada. Yeltsin era el Adolfo Suárez ruso. Había traído la democracia, algo que los usuarios de la misma olvidan fácilmente, sobre todo si nunca han vivido una dictadura; había estabilizado la vida económica del país; había generado un entorno estable de relación con los nacionalismos centrífugos no rusos. Pero, al mismo tiempo, era visto como un traidor a la patria por la mayoría de los rusos que se consideraban patriotas que, por lo demás, son la mayoría de los rusos a secas. Para colmo, su salud era para entonces una montaña rusa de episodios de pronóstico reservado.

En esas circunstancias, lo realmente interesante para la clase política es que, a dos años vista, se abría la competición El voto justo sobre quién sucedería al jefe.

Dos personas en Rusia estaban absolutamente convencidas de quién sería el sucesor de Yeltsin: uno era Viktor Chernomirdin; y la otra, la mamá de Viktor Chernomirdin, si es que seguía viva en 1998 que, la verdad, no lo sé. Chernomirdin consideraba que su estatus de primer ministro sólo era la cámara de descompresión hacia la presidencia; una presidencia que, tal vez Rusia no, pero, desde luego, Yeltsin le debía, después de los marrones elefantiásicos que se había comido.

En el mundo de la política, sin embargo, es sabido que lo más normal son esos cónclaves en los que entras Papa y sales cardenal. El 25 de marzo de aquel 1998, un alucinado Viktor Chernomirdin habría de escuchar de labios de su jefe el anuncio de que iba a ser cesado como primer ministro. No sólo lo echó sino que, para mayor humillación, lo sustituyó con un parvenu, a quien ya hemos citado, Serguei Kirienko. La jugada, creo yo, estaba clara: colocando como número dos a una persona totalmente incapaz de luchar por la sucesión (35 años), Yeltsin trataba, probablemente, de ganar tiempo, siempre y cuando, claro, su sistema cardiopulmonar aguantase.

Yeltsin, de hecho, había invertido el mes anterior de febrero en analizar la cuestión del cambio de primer ministro con sus más cercanos. En diversos brainstormings, habían salido los nombres de Fiedorov, su antiguo de ministro de finanzas; de Serguei Konstantinovitch Dubinin, presidente del banco central; o los viceprimeros ministros Nikolai Yemelyanovitch Aksenenko y Vladimir Bosirovitch Bulgak. Sin hacer mucho caso de estos consejos, Yeltsin había elegido por sorpresa a Kirienko, probablemente porque quería alguien cercano a Nemtsov (había trabajado para él en Nijni-Novgorod) y, además, tenía bajo perfil político.

La Duma, sin embargo, no estaba por la labor. Por dos veces, rechazó la candidatura, aunque el 24 de abril la aprobó finalmente. Los diputados sabían que, conforme a la Constitución, si había un tercer renuncio en la votación, el presidente adquiría automáticamente la opción de disolver el Parlamento y convocar elecciones. El gobierno quedó conformado el 12 de mayo. Sin embargo, contó, desde el primer momento, con la hostilidad de la Prensa; lo cual fue una prueba clara de que Berezovski, en realidad, estaba más cerca de Chernomirdin que de Yeltsin.

En sus primeros cien días, Kirienko habría de enfrentarse ya a situaciones jodidas. En Indonesia había estallado una grave crisis financiera que, aunque parezca increíble, tenía serias consecuencias para el rublo. El banco central salió en defensa de su moneda, pero muy pronto comenzó a tener un problema grave de disponibilidad de divisas; en esas circunstancias, y muy a su pesar, la orgullosa Rusia tuvo que volver a marcar el teléfono del FMI.

El Fondo Monetario podrá tener muchas cosas; pero quien diga que es impredecible, no lo conoce. El FMI siempre contesta lo mismo: yo, el dinero, te lo presto; pero tienes que hacer las cosas como yo te diga. Kirienko había presentado el 23 de junio un llamado Plan Anti-Crisis que, conocedor perfecto que era el primer ministro del terreno que pisaba, respondía a la perfección con los planteamientos del Fondo. Así que el FMI puso como condición para aflojar la pasta que la Duma lo aprobase. La Duma, sin embargo, no estaba por la labor, con lo que el Fondo comenzó a insinuar que, tal vez, no iba a soltar toda la pasta que Rusia necesitaba. Esto causó un viaje al FMI de Kirienko y Chubais el 15 de julio, en el que consiguieron arrancar un préstamo de 22.000 millones de dólares. El 17 de agosto, Kirienko anunció las tres medidas que se habían pactado con el Fondo: la extensión de la banda de fluctuación del rublo, una moratoria de 80 días de las deudas de los bancos rusos con los occidentales, y la congelación de los reembolsos de la denominada deuda obligatoria hasta fin de año.

La clave era la primera medida. La banda de fluctuación defendida hasta el momento por el Banco Central: mínimo de 5,25 rublos por dólar y máximo de 7,15, pasaba a ser de 6-9,5. Pero eso sólo durante el mes de agosto, pues al final de dicho mes el banco central ruso dejaría al rublo a su suerte.

En la práctica, esto significaba que se dejaba de proteger el valor presente de la moneda rusa que, por lo tanto, según todas las predicciones caería de forma drástica. Todas las importaciones de la economía rusa se encarecerían inmediatamente, y el poder adquisitivo de las rentas en rublos se deterioraría. Una llamada a la estanflación, pues.

El escándalo fue tan tremendo que el 24 de agosto Yeltsin, apenas unos meses después de haberlo nombrado, emasculó a su primer ministro; un gesto en el que no pudo evitar, y bien que lo intentó, que su mentor Nemtsov le siguiese por la puerta de salida.

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