lunes, junio 27, 2022

La implosión de la URSS (24: El golpe)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin

El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro


Aunque Gorvachev y Yeltsin habían firmado una paz estratégica, en realidad seguían seriamente enfrentados. El principal elemento de enfrentamiento entre el comunismo oficial y el gobierno ruso era la regulación de la que ya os he hablado, mediante la cual quedaron prohibidas las estructuras políticas en los centros de trabajo o, si lo preferís, quedaba prohibido el comisariado político monopolístico del comunismo en la economía. La medida tenía sus partidarios y detractores en todas partes pero, sobre todo, contaba con una oposición cerril por parte del comunismo oficial. Valentin Sergeyevitch Pavlov, que había sucedido a Ryjkov como primer ministro, comenzó a hacer declaraciones en contra de su propio presidente Gorvachev, por considerarlo demasiado partidario de la propiedad privada y esas cosas. Las propuestas de Pavlov fueron muy lejos, puesto que aportó la idea de que se le diesen plenos poderes a él, desnudando la presidencia. Propuesta en la que fue apoyado por Vladimir Alexandrovitch Kriutchkov, entonces jefe del KGB.

Gorvachev, como casi en todo caso, se refugió en el exterior de sus problemas interiores. A mediados de julio tenía cita en Londres, por la reunión del G7; una reunión en la que, por cierto, la URS se llevaría una sorpresa nada agradable, pues los préstamos de los países ricos que Gorvachev daba por conseguidos no llegaron. Es lo que tiene ir por la vida fiándole todos tus éxitos a la ayuda de los demás.

La agenda le era favorable a Gorvachev: reunión del G7, después vuelta a Moscú para firmar el Tratado de la Unión, otro éxito para él; y, finalmente, recepción de Georges Bush padre, que visitaría la capital rusa. Esto de la parada triunfal del líder soviético, sin embargo, era, en buena parte, algo inventado por la Prensa occidental, entre manipuladora y simplemente ignorante. En realidad, en la vieja URSS que ahora estaba a punto de perder una S, la oposición reformista se estaba agrupando alrededor de Yeltsin. Formaban parte de la movida Alexander Vladimirovitch Rutskoi, quien se acababa de dar un baño de votos junto a Yeltsin, Ivan Stepanovitch Silaev, primer ministro ruso, así como los alcaldes reformistas situados en grandes capitales rusas, como Gavril Popov o Anatoli Sobchak. Lo más doloroso para Gorvachev era, sin embargo, que dos de sus íntimos: Schevardnazde y Yakolev, se le habían pasado de bando. Curioso viaje el de Edvar Schevardnazde, quien apenas ocho o nueve años antes de pasarse al bando de los ultrademocráticos estaba haciéndole mamadas a Yuri Andropov en las instituciones soviéticas.

Formalmente, sin embargo, Gorvachev tenía todos los triunfos en la mano. A finales de aquel mes de julio, el Soviet Supremo y los presidentes de las dos cámaras habían sancionado el texto definitivo del Tratado de la Unión. En esos mismos días, lo hicieron también el Comité Central y el Politburo.

A decir verdad, alguna cosa ya se estaba produciendo que estaba apuntando por donde ocurrirían las cosas al final. Yeltsin, por ejemplo, anunció, en las últimas boqueadas de la preparación del Tratado, que las repúblicas no lo firmarían en tanto que Gorvachev no se deshiciese de algunos elementos poco claros en su entorno de gobierno. Se refería, sobre todo, a Kriutchkov, el jefe del KGB, muñidor de un golpe de Estado en toda regla en Lituania. Tampoco quería a Dimitri Yazov, ministro de defensa. El kazajo Nursultán Nazarbaiev, por su parte, engrosó la lista de gorvachevianos que quería ver en la lista del Inem: el ministro del interior, Boris Karlovitch Pugo, y Gennadi Ivanovitch Yanayev, teórico segundo. Como quiera que Gorvachev se enrocó en el caso de Pugo y de Kriutchkov (claramente, estaba resistiéndose a entregar el control sobre el orden público), Yeltsin contraatacó con una idea inesperada que dejó a Gorvachev descolocado: que Nazarbaiev fuese el presidente de la nueva Unión. Un tanto desarmado, Gorvachev no supo cómo decir que no.

El 31 de julio, todos estos conciliábulos estaban terminados y el Tratado, por fin, placía a todos. La firma se fijó para el 20 de agosto, en Moscú. Una semana antes, una publicación, Sovetskaia Rossiia, había publicado un manifiesto, apoyado por importantes mandos militares y por mucha, mucha gente del mundo de la cultura (porque a la gente de la cultura el comunismo les gusta más que comer con los dedos, que es lo que pueden hacer sin tasa gracias a sus subvenciones) llamando al pueblo soviético a reaccionar ante la traición de sus políticos, que estaban rompiendo la Unión Soviética y tal.

En este ambiente, que, la verdad, transmitía la sensación de que todo estaba atado y bien atado, los políticos denunciados en el manifiesto se fueron de vacaciones tan tranquilos. Gorvachev se fue a Foros, en Crimea. Yeltsin se fue a Alma-Ata, porque tenía pendiente la firma de un acuerdo entre Rusia y Kazajstán; pero el día 18 por la noche estaba otra vez en Moscú y ya casi ni se movió de la ciudad, porque se fue a una dacha en Arkhangelskoe, a tiro de lapo.

Esa decisión habría de marcar su vida política.

El 19 de agosto de 1991 es lunes. Ese día, el cielo de Moscú echa humo porque hace un calor de la hostia. Pero la superficie no está mejor. En la superficie, los teléfonos sonando elevan la temperatura. La ciudad se llena de rumores: carros de combate están entrando en la ciudad; Gorvachev está seriamente enfermo; se ha creado una especie de Junta que ha tomado el poder.

En otras palabras: se ha producido un golpe de Estado, y es probable que Gorvachev, a esas alturas, esté jugando al ajedrez con Lenin.

A las cinco de la mañana de la madrugada de ese día 19, Tass, la agencia EFE soviética, ha transmitido un comunicado en el que anuncia que Milhail Gorvachev no puede ejercer sus funciones presidenciales ni de secretaría general por razones de salud, lo que ha activado el artículo 127 de la Constitución, por el que ha accedido a la presidencia interina el vicepresidente, Gennadi Yanaev; uno de los “indeseables” de Yeltsin y Nazarbaiev. Se ha instaurado un Comité de Estado de Urgencia, que ha decretado el estado de excepción durante seis meses.

Forman parte de este Comité de Urgencia, además de Yanaev: el primer ministro Pavlov; el jefe del KGB Kriutchkov, el ministro del Interior Pugo y el ministro de Defensa, Yazov. En otras palabras: la práctica totalidad de la nómina de personajes sobre la que, días atrás, se había tratado de convencer a Gorvachev de que no aceptarían la formación de la URS; algo que le jugaría muy en contra al presidente pasado el golpe de Estado, aunque es un detallito por lo visto poco importante para los todólogos occidentales de la época.

A estos primeros espadas, por así decirlo, sospechables, se unieron el presidente de las industrias del Estado, Alexander Ivanovitch Tiziakov, y el presidente del Sindicato Agrícola, Vasili Alexandrovitch Starodubtsev; dos figuras que fueron reclutadas para tratar de convencer de que el Pueblo estaba detrás del golpe. Por último, también estaba Oleg Dimitrievitch Baklanov, que había sido ministro de Ingeniería pero que, en todo caso, estaba ahí como miembro del Comité Central, es decir, como miembro del PCUS en la movida.

Este Comité le decía al pueblo soviético, en un manifiesto redactado el 18: “Un peligro mortal amenaza a nuestra gran patria. El poder ha perdido la confianza del Pueblo. El país, en realidad, es ingobernable”. Como puede verse, el comunismo casi siempre reacciona de la misma manera: sacando al Pueblo del cajón y erigiéndose, nos ha jodido mayo con las flores, en intérprete mayor del sentir y la opinión de “la gente” (eso, aunque la mayoría de “la gente” no les hubiera votado, porque eso son disquisiciones pequeñoburguesas).

El golpe de agosto de 1991 guarda muchas semejanzas con el que se dio contra Khruschev, aunque, lógicamente, el paso del tiempo y las circunstancias hizo que aquél se tuviera que hacer con mucha más luz y taquígrafos que éste.

A la primera proclamación se siguió una declaración del presidente del Soviet Supremo soviético, Anatoli Ivanovitch Lukianov, en el sentido de que el Tratado de la Unión era contrario a la Constitución y, como tal, debía ser revisado; los golpistas, por lo tanto, no querían tanto borrar la creación de la URS como controlarla. Probablemente, modificar su planteamiento de la manera que, en la realidad resultante, el Partido siguiese teniendo el papel rector que recientemente se le había retirado de la propia Constitución de la URSS.

Los impulsores del golpe de Estado celebraron una rueda de prensa con los corresponsales extranjeros aquella misma tarde. En ese momento, aunque ellos aparecieron seguros de sí mismos y tranquilos, el tema no estaba nada claro. Con plena lógica, el Comité de Urgencia había decretado que sus medidas eran aplicables en el territorio de la Unión. Sin embargo, después de Novo-Ogarevo, una reunión en la que se había acordado la soberanía plena de las repúblicas así llamadas soberanas (pero de boquilla hasta entonces), dicha aplicación universal en todo el territorio de la URSS no estaba nada clara, y los dirigentes en muchas repúblicas estaban empezando a desarrollar la idea de que harían lo que les pareciese.

El golpe de Estado, por lo tanto, dio desde el principio la impresión de que haber sido un movimiento poco preparado y meditado. Tal vez es que el comunismo soviético no estaba ya en sus mejores momentos y, por lo tanto, sus mejores generadores de movidas ilegales: Lenin, Trotski, Andropov, estaban todos ya muertos. O, tal vez, es que la pronta firma del Tratado les obligó a improvisar. Lo que no les faltó, sin embargo, fue presencia militar para acojonar. Sin embargo, cometieron el error de concentrar todos aquellos soldados y carros de combate en Moscú; en puridad, durante el golpe de Estado las fronteras permanecieron abiertas. No sólo eso: es que los teléfonos, algo fácil de gripar entonces, funcionaron en todo momento y, de hecho, los conspiradores no hicieron ni un solo arresto. Frente a los golpistas, además, el Pueblo, ese Pueblo porque el que todo lo estaban haciendo, y viendo que con el detallito de que no les habían querido votar no les valía, comenzó a levantar barricadas en las calles, a ver si así se enteraban de una puta vez de que se estaban representando (comme d'habitude) a sí mismos, y sólo a sí mismos.

En las primeras horas del golpe, vistas las declaraciones y comunicados realizados por los conspiradores, todo el mundo pareció tener claro que el presidente Gorvachev era la primera víctima de aquel movimiento; hasta el punto de que mucha gente, dentro y fuera de la URSS, lo sospechó ya muerto durante esas primeras horas (me recuerdo perfectamente, sentado en la cama de mi habitación de un hotel coruñés, viendo en la tele a un todólogo que aún hoy se dedica a la todología periodística, especulando con su muerte con voz grave). Sin embargo, pronto se produjo un movimiento diferente, un movimiento de opinión pública que fue difícilmente capturado por los listillos de guardia en los periódicos occidentales. Los políticos más enfrentados con Gorvachev, sobre todo Yeltsin pero también Schevardnazde y presidentes de alguna de las repúblicas, comenzaron a plantearse si Gorvachev, en realidad, en lugar de ser la víctima de unos conspiradores que lo habían enjaretado en Foros, no sería el fautor intelectual del golpe.

No, no saltes en la silla tan pronto. ¿Acaso no se le había dicho a Gorvachev que se deshiciese de determinadas personas, él se había negado, y ahora esas personas, justo esas personas, eran las que estaban tratando de gobernar el país? Y, a todo esto, ¿qué tenía que decir Gorvachev?

Pues no podía decir prácticamente nada. El día 19 de agosto, el presidente estaba en Foros, Crimea, haciendo los últimos preparativos para regresar a Moscú y estar en la firma del Tratado. Milhail Gorvachev y Raisa Maxsimovna Gorvacheva habían estado unos días muy tranquilos allí con su hija Irina. Cada mañana Gorvachev recibía en su dacha Zaria (Aurora) a Chernaiev y a sus dos secretarias, Olga Lanina y Tamara Alexandrova. La última reunión con Chernaiev fue el día 18. Una hora más tarde, se dio cuenta de que el teléfono no funcionaba. Antes casi de que pudiese reportar el problema, se le anunció que una delegación había llegado a Foros, y que demandaba verlo. A Gorvachev aquello le debió parecer tan sólo un contratiempo que amenazaba con arruinarle su último día de reposo.

En la delegación estaba Valery Ivanovitch Boldin, el jefe de la administración presidencial; Oleg Semionovitch Shenin, secretario del Comité Central; y el general Valentin Ivanovitch Varennikov, comandante en jefe del Ejército de Tierra, Yuri Plejanov, ex jefe en el KGB y Oleg Baklanov, a quien ya hemos citado como miembro del Comité de Urgencia y quien sería el último superviviente de aquel golpe de Estado, pues murió en el verano del 2021. Gorvachev, situado frente a esta variopinta delegación, le pidió a su jefe de seguridad, Medvedev, que se pusiera en contacto con Kriutchkov; pero el teléfono seguía tostado. En esas circunstancias, Gorvachev decidió recibir a la delegación.

La delegación venía a comunicarle al presidente de la URSS un ultimátum. Se dijeron emisarios del Comité de Urgencia, del cual Gorvachev lo desconocía todo, y le conminó a firmar allí mismo el decreto por el que se declaraba el estado de urgencia. Gorvachev se negó y comenzó a exigir que se le diesen explicaciones; pero los tipos que el golpe había enviado a Foros dan la sensación de haber estado muy pobremente informados sobre aquello que apoyaban, o tal vez es que no tuvieron las ganas o la presencia de ánimo de dar explicaciones concretas.

Los miembros de la delegación le informaron de que Yeltsin había sido detenido en Alma-Ata o en el camino de vuelta. Trataron de convencer a Gorvachev de que la situación en Moscú era totalmente caótica y que, por eso, el Comité de Urgencia era la única salida que existía para poder mantener el orden. Las alternativas para Gorvachev, le explicaron, eran: firmar el decreto del estado de urgencia; firmar otro en el que le transfería todos los poderes a Yanaev; o firmar un tercero en el que, directamente, el presidente de la URSS renunciaba a todos sus poderes y competencias. Gorvachev, claro, dijo que no a todo.

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