lunes, junio 20, 2022

La implosión de la URSS (21: Los últimos adarmes de carisma)

No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin


El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro 



En Moscú existía el convencimiento, un convencimiento que impregnaba las diferentes ideologías y formas de concebir el presente y el futuro de la nación, de que la seguridad del país pasaba, en buena medida, por las tropas soviéticas que estaban emplazadas en la Alemania Oriental. Ésta es la razón por la que Gorvachev, primero, se negó a creer que la reunificación alemana fuese a ser una opción viable; y, después, cuando se acercó y se hizo algo más o menos posible, puso pies en pared y se negó a cualquier componenda que le propusieron. Nada tendría el apoyo de la URSS, dijo, que no pasase por la garantía de que Alemania permanecería como nación neutral.

Ya sabemos que Helmut Kohl, en una jugada de puñalada de pícaro, se había apresurado a anunciar un plan de reunificación el 28 de noviembre de 1989, sin encomendarse a dios ni al diablo, ni en su frontera oriental ni en la occidental (porque entre los socios europeos de Alemania, notablemente Francia, la idea de una Alemania reunificada no gustaba nada, aunque ahora lo nieguen, como niegan que un día admiraron a Hitler).

La jugada de Kohl provocó que tanto en el Quay d'Orsay como en el Foreign Office como en el Kremlin se impusiese la visión de que, ahora que a los alemanes se les había enseñado el caramelito, sería imposible ponerle puertas al campo. La reunificación como idea general se aceptó, con mayor o menor renuencia. El propio Hans Mudrow, presidente de un consejo de ministros de coalición en la RDA, le dijo a Gorvachev que, con las ganas que tenían sus ciudadanos de fusionarse, la idea de negarles ese paso, como canta el bolero, sería necedad.

En febrero de 1990, Gorvachev le dijo a Kohl que él no se opondría a la reunificación de Alemania, pero siempre y cuando la cuestión de las alianzas militares se apañase primero. Este tema, de hecho, ya se estaba discutiendo en Ottawa, Canadá, donde el llamado grupo 4+2 (las cuatro potencias que gobernaron Alemania tras la guerra, más las dos Alemanias) había reunido a los ministros de Exteriores de los países de la OTAN y del Pacto de Varsovia para discutir los problemas y retos de seguridad colectiva planteados por una eventual reunificación.

Como ya he dicho, la idea troncal de Gorvachev era que una Alemania reunificada debería permanecer neutral o, cuando menos, asumir un rol parecido al que le impuso el general De Gaulle a Francia, esto es, estar en la OTAN pero no en su comandancia militar. Kohl decidió no ponerse de canto, en gran parte porque tenía otro interés. Kohl es, probablemente, el primer ministro que más y mejor ha entendido que estaba al frente de una sociedad anónima formada por su nación; y que, por lo tanto, su obligación era hacer cuanto más y mejor negocio, the merrier. El canciller alemán había detectado que, con los enormes problemas económicos que tenía la URSS, Gorvachev tenía un marrón que te cagas con el tema de la retirada de su personal de Alemania, un proyecto carísimo. Así las cosas, a la propuesta de Gorvachev: Alemania unificada pero fuera de la OTAN o, cuando menos, fuera de su estructura militar, opuso otra. Dijo: Alemania unificada, dentro de la OTAN, con un ejército limitado a 370.000 efectivos, sin soldados de la OTAN en la Alemania Oriental, y la oferta de financiar la salida de los soldados soviéticos. Gorvachev no podía decir que no.

A los soviéticos, sin embargo, les restaba una preocupación grave: la ampliación de las fronteras de la OTAN hacia el Este. El 9 de febrero, cuando el secretario de Estado estadounidense, James Baker, visitó Moscú, Gorvachev y Schevardnazde le dijeron que eso era innegociable. Baker les dijo que vale. Pero, ojo, detalle importante: ni los diplomáticos occidentales ofrecieron poner aquello por escrito ni, extrañamente, los soviéticos lo demandaron.

Esto nos viene a decir que el compromiso Gorvachev-Baker era papel mojado y, además, ambos lo sabían. En realidad, es fácil de entender. Hablando de un país en el que hasta los mismos partidos comunistas se habían declarado soberanos e independientes del de Moscú, ¿cómo se podría parar a la eventual voluntad de, por ejemplo, un país báltico de entrar en la OTAN?. La URSS, desde luego, no estaba en condiciones de cargarse esa eventual decisión; y a Estados Unidos, de negarse, le sería muy difícil dar explicaciones a la opinión pública occidental.

En Ottawa, en la reunión del Grupo 4+2, Kohl anunció un préstamo de 15.000 millones de marcos para que la URSS financiase la retirada de su soldadesca de Alemania, pagadero antes del 1 de enero de 1995 en su totalidad. Así las cosas, el 16 de julio, en la localidad caucásica de Jeleznovodsk, Gorvachev y Kohl llegaron a un acuerdo para la reunificación de Alemania. El 3 de octubre Alemania era ya una, y el 9 de noviembre dicho país y la URSS firmaron un tratado de amistad y cooperación.

La firma de este tratado, en Bonn, fue el epítome de Gorvachev en Occidente. Un acto saludado por todos los analistas como una victoria sin paliativos de aquella figura. Los periodistas de turno, la mayoría de ellos neomarxistas frustrados como suele ser la norma en esta profesión objetiva que es la más subjetiva de la Tierra, saludaron al presidente de la URSS y sus logros como la demostración de que el comunismo, al contrario de lo que afirmaban sus contrarios, podía reinventarse. Dietrich Genscher, el incombustible ministro alemán de Asuntos Exteriores, prestó caja de resonancia a esas valoraciones de puzzle de los Pitufos de tres piezas afirmando, en el acto de firma, que suponía “el regreso a Europa de la Rusia regenerada”.

La verdad de las cosas era bastante más oscura. Y esa oscuridad, en parte, está todavía por contar.

En Estados Unidos, puesto que es un país en el que, de un modo u otro, cada uno piensa, dice, escribe o filma lo que le sale del pingo, se nos ha contado, por activa y por pasiva, el drama de Vietnam. El problema derivado de que un coloso pierda una guerra contra unos pringaos. Son muchas las referencias que tenemos de la triste vida de unos veteranos que regresaron a un país para el cual les resultaban incómodos; la difícil existencia de unos hombres que creyeron volver como héroes y volvieron como parias, siempre esquivando de la conversación el tema de Vietnam porque, la verdad, nadie quería hablar de ese tema. El dolor y la decepción de los veteranos de Vietnam es la sopa de Oparin en la que se creó la actual ultraderecha americana; que no se nutre de gente que quiere hostiar negros, sino de gente que quiere volar la Casa Blanca porque, ahora, el enemigo es el poder constituido; ese mismo poder constituido que admitió la derrota de Vietnam y la cargó sobre las espaldas de los jóvenes que fueron allí a luchar.

Todo esto lo sabemos. Pero, en buena medida, la literatura y la historiografía rusa todavía están por escribir la historia de los hombres que volvieron de Alemania y de otros países hasta entonces satélites de Moscú. Sabemos, por ejemplo, que las autoridades, en un gesto que lo dice todo, se preocuparon muy mucho de distribuir aquellas unidades por todo el ancho país, mandando a la mayoría de aquellos veteranos a la trastienda asiática, donde nadie les oía salvo, que diría Zapatero, el viento. Los soldados soviéticos de Alemania Oriental estaban en la primera trinchera contra la hidra capitalista. Estaban considerados lo mejor de lo mejor. Eran la elite, los invencibles, la guardia pretoriana del régimen comunista. Y ahora regresaban a casa vencidos, expulsados por la OTAN, esa gran enemiga. Cautivo y desarmado, el ejército rojo abandonaba sus últimos objetivos. Habían perdido. Y esa derrota no fue gratis. Esa derrota abrió una sima social que, probablemente, fue de peor ralea que en Afganistán donde, por lo menos, quedaba la disculpa de las tribus indomables y la orografía terrible.

Gorvachev, en mi opinión, sacrificó, mientras en Occidente era jaleado por los de siempre, los que opinan de todo y no saben de nada; sacrificó, digo, los últimos adarmes de carisma que le quedaban. La mayoría los había inmolado en el altar de una situación económica manifiestamente perfectible (que, lógicamente, el préstamo alemán no colaboró ni media en mejorar); luego había seguido con su actitud hacia las fuerzas de oposición, esa actitud que parecía querer decir que el presidente de la URSS quería perestroika y glasnost para todo el mundo menos para él (otro paralelismo con el franquismo; recuérdese la Ley de Prensa de Fraga, que hizo legal la crítica en la Prensa al gobierno, pero no al jefe del Estado); y terminó con su actitud respecto de los fenómenos centrífugos en la Unión, protagonizados por esas repúblicas que Stalin había apuntado al club a martillazos. Y, ahora, retornaba, pero no vencedor como Hohemreb en Aida, sino como un puto perdedor que, además, no tuvo demasiadas atenciones con esos hombres que lo habían dado todo por la URSS, viviendo largos años lejos de sus casas. Los mejor informados, además, sabían que lo había hecho, mutatis mutandis, por 15.000 putos millones de marcos alemanes. Muchas piezas del tablero soviético podían decir que estaban en él porque Stalin les había puesto una pistola en la sien; pero no Alemania. Alemania Oriental fue, después de la URSS y, tal vez, de Bulgaria, el socio del club comunista que lo fue con mayor convicción. De hecho, la Stasi alemana fue una alumna aventajada del KGB, superándola en muchos aspectos, pues el número de ciudadanos de los que llegó a tener información la Stasi fue muy superior, relativamente, que en el caso de la policía secreta soviética.

Alemania, pues, era la niña bonita del comunismo bolchevique. Su mejor obra, su más acendrado retrato. Entregarla tras una negociación que, como habéis visto, fue supersónica (el pescado estaba vendido un año después de haber caído el Muro) es algo que muchos comunistas ortodoxos y, con los años, muchos nostálgicos de los buenos viejos tiempos no le perdonarían a Gorvachev. Ni se lo han perdonado, ni se lo perdonarán.

Obviamente, quien salió ganando de todo aquel proceso fue la seguridad en Europa. El 19 de noviembre de 1990, se produjo un gran hito en este sentido en París con la celebración de la II Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa. En una macro reunión a la que fueron 34 jefes de Estado, Gorvachev fue la gran vedette. El primer día, para abrir boca, la OTAN y el Pacto de Varsovia firmaron el primer acuerdo para la reducción de armas convencionales en Europa, sobre la base de la paridad numérica entre ambos bloques a partir de 1994. En diciembre, Gorvachev fue condecorado, por así decirlo, con el Nobel de la Paz. De hecho, la entrega de dicho premio fue, probablemente, y aunque el presidente de la URSS no lo supiese entonces, el momento en el que alcanzó el punto más alto de la colina.

Inmediatamente después del anuncio, Boris Yeltsin desarrolló un ataque furibundo contra Gorvachev en el Soviet Supremo. El motivo de dicho ataque era la economía, ya que Yeltsin, y los reformistas con él, consideraban que los planes económicos de Gorvachev eran irrealizables y que iban a llevar a la URSS al desastre. La situación se hizo tan complicada que Gorvachev renunció a ir a Oslo a recoger su premio. Envió en su lugar al primer viceministro de Asuntos Exteriores, Anatoli Kovalev; lo cual quiere decir que ni siquiera pudo mandar a un segunda fila de su gobierno.

A su vuelta, Gorvachev habría de encontrarse muchos más problemas que los económicos.

Antes os he dicho que si una cosa hay que tener en cuenta en la vida es que las acciones siempre tienen consecuencias; no hay cambio inocuo. Y también os he dicho que uno de los aspectos que, en mi opinión, todavía se ha estudiado menos en la URSS de Gorvachev, son las consecuencias sicológicas y políticas de la decisión de repatriar a las tropas soviéticas asentadas en los países satélite, que habían adquirido la categoría de planetas soberanos. Una de las consecuencias de este proceso, por ejemplo, es la que nos interesa ahora: la actitud de las nacionalidades soberanistas de la URSS hacia las tropas que estaban en su territorio.

El problema aquí era distinto del que pudiéramos ver en Checoslovaquia, o en Hungría. En los países satélite, lo que querían los gobiernos era que las tropas soviéticas se marchasen. En lugares como las repúblicas bálticas, sin embargo, querían que se quedasen; pero no para formar parte del contingente soviético, sino de sus propias Fuerzas Armadas. Este conflicto haría crisis décadas después, cuando Ucrania y Rusia decidiesen ir a la guerra.

Obviamente, los bálticos querían que las tropas se quedasen, pero bajo su control. Sajudis, una organización soberanista lituana presidida por Vitautas Landsbergis, fue la primera en reivindicar el control sobre las fuerzas armadas situadas dentro de sus fronteras. De hecho, muy pronto se produjo el llamamiento explícito a los jóvenes en edad militar para no atender las llamadas de las cajas de reclutas soviéticas porque su deber, les decían, era formar parte de las Fuerzas Armadas nacionales.

La idea se extendió, nunca mejor dicho, como la pólvora. Muy pronto, los frentes populares georgiano y moldavo asumieron la reivindicación. Ucrania, por su parte, también tuvo claro que una declaración de independencia no tiene valor alguno si no se cuenta con una fuerza armada propia.

Lógicamente, todas estas reivindicaciones levantaban muchas sospechas y temores en el ejército soviético, a cargo del mariscal Dimitri Timofeyevitch Yazov. El ejército soviético estaba pasando por su peor momento. Estaba desmoralizado, mal pertrechado por primera vez en mucho tiempo pues había dejado de ser la niña bonita de los presupuestos comunistas; y, ahora, se enfrentaba a una situación de despiece de matadero.

Gorvachev, ya se ha escrito en estas notas repetidamente, sabía que no podía hacerse un Breznev y solucionar los problemas enviando tanques para cerrar las bocas. No pudo evitar, sin embargo, que, en el momento en que las tensiones nacionalistas comenzaron a afectar a una de las barras de plutonio del reactor del Estado, es decir: el Ejército, la necesidad de recortar las libertades y matizar la perestroika se hiciese evidente. En enero de 1991, tropas de paracaidistas enviadas por Moscú comenzaron a aparecer en los países bálticos, formalmente con la intención de resolver el serio problema que se había presentado con la deserción masiva de reclutas. Todo el mundo, sin embargo, sabía que estaban para algo más que completar los cupos de la mili.

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