viernes, marzo 05, 2021

Islam (20: las tribulaciones de ser un shií duodecimano)

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro


En el califato búyida había dos grandes fuentes de soldados para las fuerzas armadas, que eran, al fin y a la postre, las garantes del poder. Por un lado, estaban los daylamíes, que eran los mercenarios caspianos que los habían acompañado en su extensión hacia el sur. Y, por otro, estaban los turcos que, como hemos contado, ya habían sido el backbone de la fuerza de los antiguos califas. Los daylamíes eran shiíes y los turcos suníes; así pues, en los cuartos de banderas no era muy común que se sentasen juntos a cantar Margarita se llama mi amor. Más bien, se hacían putaditas y putadones, que fueron aguantando más o menos hasta el 972, que decidieron que ya no podían más, y que se iban a dar de hostias de una puta vez. 

A la vuelta de una expedición contra los cristianos bizantinos, los turcos, yo cuando menos no sé muy bien por qué, atacaron a los daylamíes y a los shiíes en general. La judería shií de Bagdad, so to speak, es decir, el distrito de Kark, fue arramblado a sangre y fuego por una abigarrada tropa amante de los culebrones.

Los búyidas hicieron lo que pudieron para evitar esta violencia casi constante, a la que rápidamente se unieron los suníes no militarizados. Uno de los gobernantes búyidas, Baha al-Dawla, incluso apresó a los cabecillas suníes y shiíes, los ató juntos, y los tiró al Tigris para que se ahogasen.

El tiempo de dominación de los búyidas no sólo fue el que consagró la distinción entre suníes y shiíes, sino que también fue testigo de la definición del doudecimanismo sobre otras escuelas shiíes. Y Bagdad se convirtió en su Roma, por así decirlo.

El hecho de que el avance político de los búyidas, incluida su dominación del califato, hiciese que el shiismo se estableciese en la capital del mundo musulmán, hizo que el shiismo entrase en contacto con alguna de las escuelas de pensamiento que se había desarrollado en dicha capital en contacto con las especulaciones de la filosofía griega. Entre otras, esto supuso que el duodecimanismo entrase en contacto con la escuela Mutazili. Esta escuela, de importantes raíces racionalistas, había sostenido que el Corán era una creación y, consecuentemente, había sido apartada por el sunismo cuando éste prefirió abrazar la idea de que el Corán había existido siempre como manifestación del atributo de la palabra de Dios. Los enfoques muztazilíes, sin embargo, afloraron ya entrado el siglo XI en los escritos de Sheik al-Mufid, un autor muy importante porque vino a ser el que, de alguna manera, hizo del acopio más o menos caótico de maderas que hasta entonces había sido el shiismo duodecimano, para armar una estantería bien organizada. Al-Mufid introdujo en el shiismo considerables dosis de exigencia intelectual, exigiendo la presencia de razonamientos lógicos en muchas conclusiones; una tendencia que el shiismo duodecimano no ha abandonado desde entonces y que estuvo presente en la creación de la presente República Islámica de Irán. Aunque Mufid siempre defendió que la razón debe usarse sólo en determinados terrenos y que no puede estar por encima de las escrituras (esto lo convierte, pues, un poco en el Tomás de Aquino del shiismo), sin embargo, como fruto de su punto de vista racionalista, concluyó que las acciones del hombre no las dicta Dios, sino el libre albedrío de quien las lleva a cabo. Alí al-Murtada, discípulo de Mufid y que llegaría a ser naqib de la Corte bagdadí, esto es, representante de los descendientes de Alí, fue incluso más allá y defendió el uso de la razón incluso en asuntos de fe. Como se puede ver, pues, la analogía con Aquino no está, creo yo, mal tirada, pues en ambos casos nos encontramos el intento de compaginar razón y fe, en lugar de colocarlas en conflicto.

La escuela racionalista, por lo tanto, contraponía el perfecto liderazgo espiritual del imán con la esencial debilidad del hombre, especialmente cuando no cuenta con la guía del imán, que lleva a la tragedia, la violencia y la desigualdad. De esta manera, la ocultación del décimo segundo imán y la observación del mundo (al que, en ninguna época, le han faltado pruebas sobradas de sevicia) adquirían una lógica. Pero, en ese entorno, ¿qué deberá hacer el creyente? Pues, según enseñó Mohamed bin Hasán al-Tusi, otro importante teórico que morirá en el 1067, lo que tiene que hacer el auténtico creyente es seguir a aquel gobernante que acepta las enseñanzas del Imán Oculto y aplica la sharia, tal y como se predica en el shiismo. Ojo con este tema porque, si le das la vuelta a la moneda, al-Tusi te está viniendo a decir que, si tu gobernante es un patas que no aplica la sharia ni leches, no le tienes que obedecer, diga la Constitución de tu país lo que diga. Es por eso que hoy en día el shiismo iraní trata de fibrilar en la opinión pública saudí la idea, primero, de que la familia al-Saud no merece ser la guardiana de los lugares sagrados porque no es suficientemente virtuosa; lo cual, claro, lleva a la conclusión de que es lícito rebelarse contra ella.

En todo caso, desde hace mil y pico de años, para el shiismo ha sido un problema la teoría de la desaparición del imán respecto de la vista de los hombres. El imán del shiismo tiene adjudicadas muchas funciones que son suyas y sólo suyas, y que son muy importantes para la marcha de la sociedad. Entre ellas encontramos la imposición de castigos corporales o la convocatoria de una yihad. El shiismo, por lo tanto, siempre ha sufrido de la limitación teórica que nace del hecho de que, durante prácticamente toda su historia, ha defendido la idea de que el líder espiritual que es el único que puede hacer ciertas cosas, resulta que no está en condiciones de hacerlo porque se ha fundido a negro. En términos generales, la solución escogida ha sido, mayoritariamente, aquélla que delega estos poderes, por así decirlo, en los fuqaha, los eruditos en la sharia. Es éste, en todo caso, un proceso que no ha sido fácil. Sólo en el siglo XVIII se admitió que estos eruditos podían decretar castigos corporales; y no fue hasta el XIX que se admitió de forma generalizada su derecho a llamar a la yihad. Finalmente, a finales del siglo XX, con la revolución iraní, se produce un proceso por el cual estos eruditos o clérigos asumen la autoridad política en nombre del imán.  

Si el shiismo duodecimano quería sobrevivir, en efecto, tenía que llegar un momento en el que aceptase el principio de que algunos de sus miembros debían tener el poder de tomar decisiones en justicia en ausencia de su Imán Oculto. A diferencia del cristianismo católico y de otras formas, esa religión con la que en realidad está tan cercano, la solución del shiismo, sin embargo, no pudo ser abrogarle ese papel a un solo ser humano, pues eso habría sido como designar a un Imán 2.0. Así pues, y es aquí donde el shiismo se hace tremendamente importante, un clérigo con suficiente conocimiento del Corán y de los hadith, con piedad y un reconocimiento por parte de los creyentes, puede asumir esa labor. Por ello, el shiismo es capaz de albergar, dentro de su perímetro, a quien diga que a Salman Rushdie hay que matarlo, y quien diga que con dos azotitos en una mano basta. Por supuesto, y porque lo que importa siempre es la pasta, estos fuqaha retienen el derecho a llevarse su parte del zakat, probablemente el principal impuesto religioso.

El shiismo duodecimano, en todo caso, considera, como ya he dicho, los actos del mundo temporal como esencialmente injustos y faltos de virtud. Sin embargo, adoptó claramente la tradición quietista de la mayoría de los primeros imanes, considerando que eso no era cosa de las autoridades religiosas. Este punto de vista, sin embargo, cambió radicalmente con la formación de la República Islámica del Irán, donde el río del shiismo desembocó en el mismo océano que el nacionalismo musulmán y un profundo sentimiento antiamericano. Pero eso ya lo veremos.

Sea como sea, conforme vamos avanzando en el siglo X en el viejo califato, apreciaremos un progresivo debilitamiento del poder búyida, habitualmente desgarrado en luchas intestinas. Esto provocó un periodo que normalmente se conoce como de renacimiento suní. Al poder llegó un califa, llamado Qadir, quien ocupó la Moncloa bagdadí desde el 991 hasta el 1031, quien consiguió sacudirse el poder de los búyidas en gran medida. Los búyidas trataron de imponerle a una persona para el cargo equivalente, más o menos, de presidente del Tribunal Supremo; pero Qadir tiró de redes sociales y de manifas en la calle, y lo rechazó. Esto le dejó el toro en suerte a Qaim, el sucesor de Qadir, quien, finalmente consiguió echar a los búyidas de Bagdad.

Había sonado el tiempo de los seljuqs, unos tipos que solemos llamar selyúcidas porque nos resulta algo más fácil que el pre-escupitajo en que se convierte su nombre. Los selyúcidas eran de origen turco que de tiempo atrás se habían sacado el carné de suní y habían comenzado a establecerse en Irán. Su líder del momento se llamaba Tughril Beg, y consiguió de Qaim la legitimidad que, por otra parte, el califa ya había otorgado a otros señores de la guerra de la pata suní. El turco, sin embargo, estaba en condiciones de preguntarse quién estaba en condiciones de legitimar a quién. En el 1058 visitó en persona Bagdad, y allí Quaim lo reconoció Rey del Oriente y el Occidente, o sea el primo de Zumosol del califato.

Entonces los selyúcidas, que tenían la espada floja y esa gran facilidad para darse de hostias a campo abierto que durante siglos mostraron los turcos, se fueron hacia Siria y en 1071 salieron vencedores de una batalla a la que habitualmente no concedemos la importancia que yo creo que tiene: la batalla de Malazgirt, también citada como de Manzikert. Manzikert le abrió Anatolia a los selyúcidas, quienes establecieron allí su poder durante un corto espacio de tiempo.

Tras la muerte del tercer sultán selyúdica, Malik Shah, ocurrida en el año 1092, el imperio selyúcida comenzó a desintegrarse en un dédalo de Estados que muy a menudo guerrearon entre ellos. Pero, desde un punto de vista religioso, que es el que más nos interesa a los efectos de estas notas, la dominación selyúcida, se produjese de forma unitaria o partida, fue oro molido para el Islam suní, pues recuperó la mayoría perdida durante algún tiempo en la vieja Mesopotamia. Dicho esto, sin embargo, el shiismo, doudecimano para más datos, permaneció con fuerza en ciudades como la propia Bagdad o Kufa, y permanecieron las actividades de peregrinaje, sobre todo centradas en Mashad, la ciudad donde están enterrados los restos de Alí al-Rida quien, si habéis hecho bien los deberes, sabréis que es el octavo imán (es un consejo personal: aunque al principio pueda parecer un poco duro, creo que es recomendable aprenderse de memoria la lista de los doce imanes. Su presencia en la Historia del shiismo es tan elevada, mucho más desde luego que la de cualquier Papa, que lo mejor es sabérsela).

Cuando los selyúcidas comenzaron a disolverse lentamente, pudo verse que en el teatro musulmán seguían allí los abásidas. El califa Nasir (1180-1225) fue el principal de estos gobernantes que aprovechó el debilitamiento de la espada turca para recuperar el poder personal sobre sus posesiones, y se convirtió en el gobernante teórico y práctico de la planicie iraquí. Sin embargo, como bien debéis de saber en este punto, este pequeño Estado no era sino una pálida imagen de las inmensas posesiones que había llegado a tener bajo su sobaco un Comandante de los Fieles, y que ahora tenía que ver cómo muchos señores de la guerra la hacían por su cuenta (literalmente). El Islam suní, que era al fin y al cabo el que siempre había estado detrás de la institución del califato, estaba ya maduro para entender que podía sobrevivir e incluso ser poderoso sin tener califa.

A partir más o menos del siglo XIII, por lo tanto, podemos hablar de un nuevo estado de conciencia dentro del mundo musulmán. Por decirlo de alguna manera, el proyecto islámico inicial había colapsado bajo el peso de sus contradicciones. Yo no pongo el duda de que El Profeta armó una creencia proselitista y que, por lo tanto, como todo proselitista, aspiraba a que el mundo entero, desde Cádiz hasta Yokohama, escuchase el mensaje del Corán. Pero, sinceramente, no creo que jamás, ni en sus mejores sueños, pensó que sus mesnadas serían capaces de llegar tan lejos y, además, en tan poco tiempo en términos históricos. Pensemos en que el tiempo pasado desde la muerte de Mahoma y el final del siglo X, pivotado sobre la teórica muerte del teórico Jesús, apenas abarca hasta el saco de Roma por Alarico.

El viejo sueño de Mahoma, transmitido a sus parciales, de que la grey islámica se viese siempre dirigida por sus descendientes, era imposible para unos tipos que tenían subdelegaciones del gobierno en lugares tan distantes como el sur de Egipto e Irán oriental. El intento de desmentir esta lúgubre predicción jotajotera fue el califato. Pero el califato poco pudo hacer, por ejemplo, cuando desde Córdoba, lejana y sola, le hicieron una higa. Y, unos quinientos palos después de la muerte de El Profeta, se había convertido en una institución política que tenía que buscar la espada de mercenarios que la sostuviesen; por no hablar que un porcentaje nada desdeñable de sus teóricos ciudadanos, los de los doce guías, consideraban a algunos de los reyes de la lista poco menos que como rateros cabroncetes.

Aquello era una URSS con abluciones. Y no le cabía sino su destino; eso sí, considerando que el periodo de unión fue tan hermoso, sobre todo a los ojos del recuerdo, los musulmanes (igual que Putin) nunca perderán, ya, el viejo sueño de reconstruir el meccano. Y, de hecho, lo harán.

2 comentarios:

  1. Anónimo9:20 p.m.

    "un consejo personal: aunque al principio pueda parecer un poco duro, creo que es recomendable aprenderse de memoria la lista de los doce imanes. Su presencia en la Historia del shiismo es tan elevada, mucho más desde luego que la de cualquier Papa, que lo mejor es sabérsela"... Tomo nota por si me animo a ir a Pasapalabra. Pero vamos que así en principio ni me atrae aprender la lista de Papas de tus francisquitos, ni la de imanes de los mahometanitos.

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    1. Si te sirve de contraste, a mi saberme la lista me sirvió una vez para ponerme ciego de caviar de la máxima calidad (aunque, eso sí, descubrí que no me gusta).

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