miércoles, enero 06, 2021

La Armada (19: el librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Si algún día te entra la manía de visitar el punto más meridional de las Islas Británicas, ése en el que una península (Cornualles) parece apuntar hacia América, deberás ir a un pueblecito que, la verdad no sé por qué razón, lleva el no muy edificante nombre de Lizard. El Lizard es, además, la pequeña península de la península de Cornualles donde está ese pueblo; y, por propia situación geográfica, tiende a ser la primera tierra que se ve si se llega navegando desde España hacia el Canal derrotando hacia babor.

En el amanecer del 30 de julio, conforme los ingleses iban saliendo de Plymouth después de haber jugado a los bolos, ésa era la porción de Inglaterra que se veía desde los barcos españoles. La travesía había sido razonable durante los cuatro primeros días; pero al quinto, el 26 pues, el viento comenzó a soplar y comenzaron a experimentar episodios de lluvia, intensos pero breves. Los principales problemas los tenían las galeras, demasiado largas y estrechas para aquella mar. De hecho, una de ellas, la Diana, comunicó que estaba teniendo entradas serias de agua que le aconsejaban buscar un puerto seguro. Guzmán otorgó el permiso correspondiente, y no sólo hizo eso: hizo circular entre los capitanes de las galeras la instrucción de que, en el caso de que juzgasen que la mar las castigaba en exceso, tenían vía libre para tomar la decisión de salir de la formación de la Armada.

Por la noche, el viento de oeste noroeste se volvió más cabrón y, en la mañana del 27 se había convertido en una galerna de las gordas. A pesar de que la mar, con olas que debían de superar los cinco o incluso los nueve metros, lo ponía bastante difícil, la Armada consiguió permanecer razonablemente junta. Eso duró todo el día y la mitad de la noche, aunque al amanecer siguiente el mar estaba calmo. Fue una mañana de recibir pataches en el San Martín con noticias de lo que había pasado durante las horas de oscuridad. Y cada uno que llegaba le metía a Medina Sidonia un pepino más ancho por el orto. En primer lugar, las galeras habían hecho uso de la autorización que habían recibido de pirarse si lo veían chungo. Pero es que no eran ellas solas. También lo habían hecho unos cuarenta buques, entre ellos toda la flota andaluza, y un montón de urcas y barcos de menor calado, normalmente ya viejos o poco adaptados para la navegación en el Canal.

Los pilotos calcularon que debían estar a unas 80 millas al sur de las Sarandongas, perdón, de las Socingas. Así las cosas, Medina puso proa al norte, no sin enviar tres pinazas a darse barrigazos por la zona, básicamente para tratar de contactar con barcos que hubieran perdido la formación, siguiesen por ahí y fuesen aprovechables. Las pinazas llegaron con buenas noticias: una parte importante de los barcos extraviados estaban a la altura de las Domingas, perdón las Socingas, esperando, bajo el mando del bravo Pedro de Valdés, el andaluz proactivo. En la tarde del 29, la inmensa mayoría de la flota que había salido de La Coruña se reunió de nuevo en la mar. Faltaban cinco barcos, cuatro de ellos galeras. Con todo, era la quinta nave de la lista la peor pérdida. Se trataba de la Santa Ana, la capitana del escuadrón del vasco Recalde. Cuando se presentó la galerna, había navegado hacia el Este y se había refugiado en la bahía de La Hogue, de donde ya no se movió en todo el rato que relatamos en estas notas. La pérdida era relevante, si bien podría haber sido peor pues, al menos, Recalde no estaba en el barco: estaba en el galeón real San Juan de Portugal, en su calidad de vicealmirante de Medina Sidonia.

La prueba de que el Santa Ana (bueno, para ser más exactos, el Santa Ana de Juan Martínez, como se lo llamaba para distinguirlo, pues en la flota había otros dos Santa Ana) era crucial para los planes de la flota, es que lo esperaron un día entero cerca de la costa de Lizard, a ver si aparecía. No fue tiempo perdido de todas formas, pues dio para que la nave capitana de Hugo de Moncada, la galeaza San Lorenzo, reparase su timón.

En la mañana del sábado 30, con las costas de Lizard a la vista, en el San Martín se celebró una reunión de Estado Mayor. Se discutieron oportunidades, retos, y también se diría, probablemente, alguna que otra chorrada. La decisión finalmente tomada, en todo caso, tomada y comunicada por lo tanto al rey, fue de no avanzar más allá de la Isla de Wright sin haber tenido contacto y noticias de Parma. La isla de Wright está más o menos a medio camino entre el Lizard y el estrecho de Calais. Medina y sus capitanes no querían llegar más allá de dicho estrecho pues, de hacerlo, estaban literalmente a merced de la tormenta que se presentase, pues carecían de puertos con calado suficiente para refugiarse. Tiempo después, cuando los restos mierderos de la Armada regresaron a España, cuando muchos de los asistentes de la reunión no podían prestar testimonio sobre ella por estar muertos o prisioneros, y cuando llegó ese momento tan edificante en el que los políticos y la sociedad que los apoya (y, hoy, en día, los vota) se dieron cuenta de que necesitaban a algún idiota para que se comiese el marrón de las responsabilidades por la cagada, se comenzó a decir que, en dicha reunión, había habido un consenso entre los presentes en favor de la idea de atacar Plymouth; pero que Alonso de Guzmán les había callado la boca a todos, afirmando que ésa era una mala idea y, además, que las instrucciones del rey no le permitían tomar esa decisión (cosa que es estrictamente falsa).

Esto no pasó de ser, cuando menos en mi opinión, la típica chorrada que se cuenta para ganar la paz espiritual de unas gentes que, repentinamente, habían recibido un zasca monumental por parte de un enemigo al que creían que iban a doblegar con dos de pipas (y la ayuda de Dios, claro). Las cosas no podían haber pasado como pasaron porque la Armada hubiese sido apresuradamente formada, débilmente pertrechada, porque la “pata” holandesa de la operación hubiese resultado ser una ful y porque la fatalidad se hubiese confabulado contra sus planes. No; todo el mundo se quedaba más tranquilo si todo se debía a la doblez, la debilidad y la sevicia de un ser humano, de uno solo. El principal muñidor de esta campaña de prensa fue un fraile dominico, Juan de Victoria, quien, por supuesto, estaba tratando de sacar a Dios de la lista de responsabilidades. La propia historiografía española, tan dada a los aquelarres masturbatorios masoquistas, ha dado siempre mucho pábulo a la historia de la Armada escrita por este religioso cobardón y básicamente gilipollas, cuyo manuscrito está petado de afirmaciones que nunca prueba, la principal de ellas, la presunta disensión de la reunión de capitanes, sobre la cual no existen pruebas ciertas. Ante reuniones de Estado Mayor disidentes, lo que se hacía en aquella España era levantar minuciosa acta de la misma, con indicación, por así decirlo, de todos y cada uno de los votos particulares producidos en el encuentro, indicando quién y por qué sostenía qué. Así, de hecho, nos ha llegado documentada la reunión que se produjo con la Armada surta en Coruña. ¿Por qué, en este caso, no tenemos nada de este jaez? ¿Tal vez porque no se produjeron discrepancias que anotar?

A esto hay que añadir que la Armada no estaba en las condiciones en las que estaba Drake cuando navegó hacia Cádiz. Los españoles no sabían, con exactitud, dónde estaban ni Drake ni Howard. Si los pillaban dentro del Plymouth Sound, evidentemente, repetirían el zasca de Cádiz, sólo que estaba vez sería España la que reiría. Pero si no estaban allí, los barcos ingleses, ya en alta mar, podrían taponarlos contra su propia costa y, con la complicidad de las baterías de tierra, aquello habría convertido los barcos españoles en patos de feria. El mayor aval contra las mentiras del aleve dominico es la elevada racionalidad de la decisión de un comandante para el cual, no se olvide, la principal misión a cumplir, aunque se le diese libertad para enfrentamientos, era garantizar la invasión.

Tenga razón quien la tenga, existiese, pues, o no, esa pretendida oportunidad de culminar la misión de la Armada con una victoria sin paliativos, malgastada por un comandante presuntamente idiota y cobarde, lo cierto es que los barcos comenzaron a navegar por el Canal, tratando de trazar, como diría Han Solo, un vuelo indiferente. Era imposible que no fuesen vistos desde tierra firme inglesa y, por eso, a lo largo de toda la costa sur de la isla comenzó a producirse ese fenómeno que hemos visto en El señor de los anillos: uno tras otro, en la costa se iban encendiendo fuegos emplazados para ser vistos desde el punto de otro fuego, extendiendo así la alarma hasta la misma punta de Dover, para que las señales fuesen vistas en el continente, en Dunquerque. Poblaciones tan lejanas de la costa como York o Durham apenas tardaron un día en saber que The Spanish were coming. Al caer la tarde, los barcos anclaron en línea, probablemente al socaire a la altura de Dodman Point (que está más o menos mediada la península de Cornualles). En esas condiciones, estaban en condiciones de ver incluso en la distancia Eddystone, que es una isla que está al sur de Plymouth; un destino muy común entonces para los barcos que salían de dicho puerto y tenían que esperar a otros. De hecho, en la salida del puerto, Howard había enviado allí varios barcos. Antes de que se pusiera el sol de todo, los españoles creyeron ver el brillo de mástiles en aquella dirección. Hasta entonces, el único barco inglés que habían avistado había sido una pinaza a la altura del Lizard. Medina envió dos o tres pinazas para que explorasen.

A media noche una de esas pinazas, al mando de un capitán inglés, regresó a la línea de anclaje con un barco pesquero de Falmouth que habían capturado. Fueron los cuatro prisioneros de aquella embarcación los que informaron a los españoles de que Drake y Howard habían unido sus fuerzas y estaban en alta mar, no en el puerto. Buenas noticias para los españoles. Con viento oeste suroeste como el que sopló el 30, esto colocaba a los españoles con una ventaja significativa. En la mañana del 31, el viento había cambiado a oeste noroeste, soplando pues desde tierra firme, por lo que la Armada podía aspirar a conservar la ventaja del viento si se arrimaba a Fowey. En la mañana, los españoles avistaron un escuadrón de barcos ingleses, que trataba de maniobrar para separarse de ellos. Más allá de esos barcos, a barlovento, apreciaron al grueso de la flota inglesa. Comprendieron entonces que la ventaja del viento se había perdido; en realidad, ya no la recuperarían sino durante muy breves espacios de tiempo. En realidad, no sabemos muy bien cómo Howard (que no Drake) se las arregló para desequilibrar esa ventaja en tan sólo unas horas. En su diario, se limita a anotar que, el lunes por la mañana, los barcos ingleses que estaban ya fuera del puerto de Plymouth “recobraron el viento de los españoles [o sea, la ventaja del viento sobre ellos] a unas dos millas al oeste de Eddystone”.

Sucintamente, esta disposición de los hechos, unida a la potencia de la flota que vieron delante de sí, convenció a los españoles de que se había hecho real el verdadero riesgo de aquella operación, ya predicho por Recalde: que las cosas avanzaran de manera que los ingleses tuviesen total control sobre el momento en que se produciría la batalla. Guzmán, asumiendo que atacarían inmediatamente, ordenó las salvas de cañoneo necesarias para ordenar la formación de batalla. Los barcos crearon un creciente, con sus extremos apuntando al enemigo y un centro reforzado. Una formación muy difícil de mantener en una aguas rebeldes como las del Canal.

A ambas partes, probablemente, se les subieron los cojoncillos. A los ingleses les impresionaría el tamaño de la Armada, su disciplina, y el altísimo grado de habilidad naval que demostraba manteniendo el creciente. Pero los españoles quedaron muy preocupados al ver la potencia de fuego de la primera línea inglesa, el número de barcos que habían conseguido acopiar y, sobre todo, su rapidez y maniobrabilidad. Nunca hasta entonces dos flotas así se habían visto, frente a frente.

La batalla comenzó entre la primera línea inglesa y el cuerno septentrional del creciente español, formado, fundamentalmente, por los barcos de la flota de Levante. La cosa tiene su lógica. Para los españoles, había una posibilidad si ese cuerno norte, acercándose a tierra firme lo necesario, conseguía romper la ventaja de los ingleses. Esto colocaba el first strike bajo la responsabilidad de Alonso Martínez de Leyva, comendador de Alcuesca, capitán general de las galeras de Sicilia, capitán general de la caballería de Milán y, aquella mañana, capitán de los barcos de Levante; su barco, La Rata Santa María Encoronada o, como se lo cita más a menudo, La Rata Coronada. En lo que concierne a Medina Sidonia, cuando vio que el Ark Royal, el barco de Howard, cruzaba su popa, se puso a su altura y comenzó a navegar en paralelo, tratando de cortarle el paso. Tras esta acción surgió la perla de la formación española, la carraca Regazona. Formaba parte del escuadrón del bilbaino Martín de Bertendona, tirando del resto de las naves de Levante. Howard decidió atacar a la Rata, pues cometió el error de considerar que sería la nave capitana y que, consiguientemente, Guzmán estaría ahí; varios barcos españoles se unieron a la pelea, en todo caso, y lo tuvo que dejar. En todo caso, las naves del escuadrón de Levante eran muy impresionantes, pero no eran lo suficientemente ágiles como para ser un problema para el inglés.

Aprovechando su mayor velocidad, y también la ventaja del viento, el resto de los grandes capitanes ingleses de la flota (Drake, Hawkins y Frobisher) atacaron el otro cuerno del creciente español, que tendría que haber hecho las funciones de retaguardia. Allí estaba Juan Martínez de Recalde. Aquí es donde las cosas comenzaron a pintar sobaco de grillo para los españoles, puesto que, si bien Recalde y su San Juan de Portugal maniobró para presentarle batalla a los ingleses, el resto de galeones de su escuadrón se hizo un sindispa (o sea, un Sin Disparar). En su informe al rey, Alonso de Guzmán no se decanta por afirmar ni que Recalde se vio separado por alguna fatalidad, ni que lo otros barcos lo dejaron solo a sabiendas, o sea, que se jiñaron a la naja. Deja todas las opciones abiertas, probablemente porque, en verdad, no sabe qué pasó a ciencia cierta.

La cosa daría hoy para un mitin de VOX. ¿Verdaderamente los bravos marineros vizcaínos se cagaron las calzas cuando vieron venir a los Beatles y escaparon? Sinceramente, lo dudo. Los pues ni habían dado, ni darían después, razones para pensar que eso de desertar iba con ellos. Yo, personalmente, y sin ser un gran experto naval, pero sí alguien que ha leído un par de cosas sobre Juan Martínez de Recalde y el tipo de cosas que le rebotaban por el hipotálamo, creo que lo que sí pudo pasar es que el vasco, que era un excelente marino, se dejase llevar por la pasión de darse de leches con los ingleses, y maniobrase con excesiva pericia, ergo rapidez, hacia el enemigo, aportándole la oportunidad de generar un hiato y dejarlo estanco del resto de su escuadrón.

Recalde, además, era el mejor estratega que había en la Armada española. De largo. Él sabía, pues, que, tras el cambio del viento de aquella mañana, y tras la situación de la flota inglesa, que había eliminado la ventaja del viento a favor de los españoles, la única posibilidad que le quedaba al bando español era un rebumbio, una pelea caótica y desordenada. Había visto lo suficiente de la batalla durante el rato que ésta se había concentrado en el norte como para entender que los ingleses tenían más longitud de fuego, así pues la estrategia de Howard, lógica, sería evitar el cuerpo a cuerpo e ir enviando pepino tras pepino hasta acabar con los españoles. Lógicamente, lo que le quedaba a la Armada era hacer exactamente lo contrario.

Ahora, sin embargo, estaba solo. Iba a ser abordado en un momento u otro. Su única salida era tratar de abordar él algún barco inglés y, mientras, esperar que la ayuda llegase.

Drake, sin embargo, era tan buen marino como el vasco. Esto quiere decir que no tuvo nada más que pensar en lo que haría él para imaginarse a qué se enfrentaba. Así las cosas, la Revenge, el Triumph y el Victory, los barcos de los tres capitanes peleando en el flanco sur de la batalla, se dedicaron a quedarse a prudente distancia y a cañonear el San Juan de Portugal. En algún momento, Recalde pudo llegar a ambicionar que a Frobisher, que estaba muy cerca, se le calentase la boca y decidiese abordarlo; eso le habría dado una oportunidad. Pero eso no ocurrió. El vasco aguantó una hora de cañoneo hasta que los otros barcos vascos, con el enorme Grangrin al frente, llegaron para ayudarlo y escoltarlo hasta el centro de la formación española.

Nadie salió sonriente de la batalla del 31 de julio en el Canal. Los españoles habían sufrido mucho ante un enemigo que se demostraba muy duro de pelar. Pero a los ingleses les pasaba lo mismo. Aunque después, con mariconadas como lo de los bolos y tal, hayan querido dar la impresión de que lo de la Armada fue un paseo militar, aquella mañana habían aprendido que el enemigo era numeroso, fuerte, y hábil en la mar.  Muy en concreto, habían aprendido que los informes sobre el pequeño desastre que había sido la preparación de la Armada en Lisboa habían sido excesivamente optimistas, porque aquellos barcos estaban mucho mejor armados de lo que habían esperado. Si lograban acercarse lo suficiente, podían hacer mucho, mucho daño. Aquello iba a tomar su tiempo.

2 comentarios:

  1. Muy bien contado.
    Mi apoyo siempre con el vascongado Recalde.

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  2. Tenía un poco olvidado tu blog, y me alegra ver que tengo lectura acumulada para rato... :D

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