viernes, noviembre 27, 2020

La Armada (8: la guerra flamenca de Diego Pablo Simeone)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


Drake, en efecto, permaneció en los últimos días de mayo cerca de cabo San Vicente; pero estaba cambiando de idea. La última semana del mes de mayo la pasó esperando que los barcos que había enviado con despachos hacia Inglaterra regresasen para incorporarse a su flota. Cuando juzgó que había reunido la fuerza, tomó una decisión un tanto extraña.

¿Por qué Drake decidió abandonar cabo San Vicente? Es una decisión que tiene poca explicación, incluso a la vista de las propias cartas de Drake. En los escritos que el marino hizo a Londres esos días, no hace otra cosa que pedir refuerzos ante la pretensión, que expresa con claridad, de permanecer en la zona unos dos meses. Apenas cinco días antes de levar anclas y mover los barcos, Drake todavía escribía en uno de sus despachos: “la perseverancia es lo que lleva a la gloria”. Cuando ordenó levar anclas, varios barcos de su formación no habían terminado aún de aprovisionarse de agua o de trasladar a sus heridos a los barcos que se los llevarían. Se marchó, pues, de forma inopinada y, según todos los indicios, en contra incluso de los que eran sus principios estratégicos rectores incluso horas antes. La única explicación es que recibió información de una buena pieza que cazar.

Esta pieza era, más que probablemente, el San Felipe, una carraca que hacía el trayecto anual desde Goa, cargado de especias y de diversas mercancías traídas de Oriente. Fuentes inglesas habían controlado el paso del barco en Mozambique y luego en Santo Tomé. De hecho, el propio rey Felipe también temía que los ingleses pudieran haber obtenido información del barco y decidiesen ir a por él.

La trayectoria normal de los barcos portugueses que venían desde la India los llevaba, una vez en el Atlántico, hasta las Azores, para luego virar hacia Lisboa. Por lo tanto, estando Drake donde estaba, todo se reducía para él en calcular la velocidad que llevaría el barco y calcular en la carta marina el mejor sitio para interceptarla. Los cálculos no fallaron. El 18 de junio, los ingleses tenían a la vista San Miguel en las Azores; y, entre ellos mismos y tierra firme, el San Felipe.

Antes de que Drake, en el puente del Elisabeth, pudo ver la carraca, su flota había adelgazado algo. El 3 de junio, dos semanas antes pues, una violenta galerna se había cernido sobre los ingleses. Cuando, después de 48 horas de mucho bregar, la flota pudo pensar en reagruparse, aparecieron todos los barcos de la reina, más los tres grandes galeones de propiedad privada: el Thomas, que era de Drake; el White Lion, propiedad del Lord Almirante; y el Minion, armado por Sir William Winter. Sin embargo, aunque también se recuperaron algunas pinazas, todos los barcos de los mercaderes ingleses estaban fuera de la vista. En realidad, estaban todos ellos cojeando camino de Inglaterra, adonde conseguirían llegar.

Al día siguiente, los ingleses avistaron una vela. Drake le ordenó al Golden Lion y al Spy que la siguieran y averiguasen. Sólo regresó el Spy. Su capitán y marineros reportaron que, cuando ambos barcos llegaron a distancia de vista del barco que seguían, comprobaron que era inglés (era, probablemente, uno de los mercantes que navegaba hacia Londres); pero, cuando fueron a volver, William Borough, que había sido el capitán del Golden y estaba preso en el barco, animó un motín en él, en el curso del cual la tripulación resolvió regresar a casa.

Así las cosas, la flota inglesa que llegó a las Azores estaba formada por seis galeones y algunas pinazas; en todo caso, todavía suficiente como para aspirar a hacerse con el rico mercante oriental.

El capitán del San Felipe hizo lo que pudo. Pero su barco era un rinoceronte cargado de maletas. Como solía ocurrir en todos aquellos viajes, su tripulación, después de semanas de viaje interminable en condiciones climáticas cambiantes y a menudo extremas, esta exhausta, cuando no enferma. La maniobrabilidad de su armamento era reducida, teniendo en cuenta que el barco iba petado de bultos. Obsesionado con el decoro y el honor, como la mayoría de los marinos, el capitán luchó hasta que juzgó imposible de ganar la partida y, cuando traspasó ese punto, se rindió en las mejores condiciones para sí mismo. Drake, como era su costumbre, le tendió un puente de plata, ofreciéndole, a él y a su tripulación, un pequeño barco para que con él ganasen San Miguel o el punto de su preferencia. Después de eso, Drake carecía de incentivos para permanecer en la mar. Tenía un botín enorme, el primero de su carrera, y en ese mismo momento lo fundamental era conservarlo. Quedarse por el Atlántico haciendo el conas para que una galerna o un mal encuentro con los españoles pudiese provocar una pérdida, habría sido de gilipollas.

El botín del San Felipe fueron unas 140.000 libras de la época. Los cálculos más ajustados hablan de un valor equivalente a unas tres veces todos los barcos y mercancías destruidos en el puerto de Cádiz. El golpe hizo de Drake un hombre extremadamente rico (70.000 libras), como también le otorgó un interesante pellizco de 40.000 libras al Tesoro de Su Majestad. La factura por construir un galeón nuevecito era de unas 2.500 libras; tener tres meses de campaña a toda la tripulación de un barco grande como el Elisabeth Bonaventure venía a costar 550 libras; estos datos pueden dar una buena muestra de la magnitud del golpe.

Paradójicamente, aquel golpe, que fue durísimo para la economía filipina (el San Felipe, como otros grandes cargamentos orientales, estaba hipotecado frente a banqueros que ahora exigirían su deuda), trabajó a favor de la Armada. Aquel año, la amenaza de Drake en el Atlántico, y sobre todo los retrasos de aprovisionamiento que provocó, hizo imposible la marcha de los barcos españoles hacia Inglaterra. Pero el propio Drake lo había escrito: es la persistencia la que lleva a la gloria. Drake tenía que haber vuelto a Sagres, cortocircuitando la operación bélica española durante más tiempo; en su mano, quizás, estuvo que nunca hubiese Armada. Sin embargo, con la captura de la carraca y la defección de buena parte de su flota, no podía permitirse esa misma persistencia.

Mientras ocurrían estas cosas en el Atlántico, en las Provincias Unidas Parma no se estaba quieto. Aquella primavera, el duque había trasladado su estado mayor y buena parte de sus tropas a Brujas de forma muy rápida, en lo que se interpretó como un inminente ataque sobre Flandes. En realidad, en ese momento buena parte de esta región, otrora centro de la resistencia antiespañola, estaba en manos de los españoles. Y no sólo eso. Tras la caída de Amberes, los grandes comerciantes de Holanda y Zelanda habían comenzado a ver innumerables ventajas para ellos en la debilidad de los territorios flamencos; una competencia menos. No pocos de ellos, pues, eran cada vez menos proclives a financiar la lucha para la liberación de sus hermanos. La pela es la pela…

Como en un cuento de Asterix, en el noroeste de Flandes, dos ciudades permanecían inasequibles a las picas españolas: Ostende y Sluys. Los dos eran emplazamientos de valor estratégico y los dos, además, estaban bastante cerca el uno del otro, por lo que se podían prestar ayuda con relativa facilidad.

Ostende estaba defendida por un destacamento inglés, mientras que en Sluys la defensa corría a cargo de una milicia ciudadana, reforzada con exiliados calvinistas. Durante un tiempo, tuvieron cierta capacidad de hostigamiento sobre las tropas españolas en Brujas; pero lo que no lograron nunca fue abrir vías de aprovisionamiento eficientes, por lo que ambas ciudades estaban, básicamente, infradotadas. Por eso mismo, en cuanto se dieron cuenta de que en Brujas se habían juntado unos 18.000 alatristes, ambos comandantes de plaza lanzaron peticiones desesperadas de ayuda. Apelaron a los Estados Generales holandeses, al inglés Lord Buckhurst en La Haya, al gobernador inglés de Flesinga, a Francis Walsingham (sin duda, el miembro del Consejo Privado en Londres mejor informado, y más interesado, en los asuntos flamencos), al toto’l’bote de Leicester y, por extensión, a la reina de Inglaterra; que, personalmente, hubiera preferido graparse los párpados a las rodillas antes que gastarse la bonoloto del San Felipe en los putos flamencos de los cojones.

Los Estados Generales se hicieron los orejas. Al fin y al cabo, habían dejado de tener representantes flamencos, a causa de la dominación española de la región. Los ingleses, sin embargo, tenían otro parecer, aunque sólo fuera porque, como he dicho, Ostende ya estaba defendida por ellos. Buckhurst, máxima autoridad inglesa en la zona en ausencia de Leicester, ordenó inmediatamente que la guarnición ostendense fuese reforzada. En el caso de Sluys tenía que pedir autorización; pero antes de que ésta le llegase se le adelantó Lord William Rusell, el gobernador de Flesinga. Muy presionado por los propios burgueses de la ciudad, Rusell se apresuró a enviar pertrechos a la ciudad calculados para soportar un asedio de dos o tres meses. Asimismo, convencido de que el primer objetivo de Parma no sería Ostende sino Sluys, le cursó orden a Sir Roger Williams, un veterano comandante que estaba en la primera de las ciudades, para que se desplazase a la segunda con cuatro compañías de infantes ingleses. Más o menos al mismo tiempo, en Londres la reina, como siempre encocorada por las cucamonas de Leicester, le prometía el oro y el moro (bueno; el oro y el calvinista) a su churri. En ese momento, la reina de Inglaterra todavía sostenía las negociaciones discretas con Parma a través de intermediarios. Pero, aparte de su debilidad por Leicester, que sin duda pesó en su decisión como pesó en muchas otras, estaba el hecho de que se daba cuenta de que, si las dos plazas flamencas que conformaban la asignatura pendiente de los españoles caían, entonces Parma se quedaría sin alicientes para negociar y, sin embargo, la seguridad de la costa meridional inglesa estaría seriamente comprometida.

Isabel, por lo tanto, había llegado a la conclusión de que Ostende y, sobre todo, Sluys, debían de mantenerse fuera del control español a toda costa.

La alarma, sin embargo, era, de alguna manera, exagerada. Los primeros movimientos de Parma hacia Ostende fueron, principalmente, de reconocimiento. En dicho reconocimiento, la información que recibieron los españoles no fue la más optimista del mundo. La plaza tenía diques y defensas de gran importancia y estaba sólidamente defendida por los ingleses. Además, había que tener en cuenta que los españoles, si bien podían aspirar a ser los dueños de las tierras que miraban al Canal, no podían tener la misma aspiración respecto del Canal mismo, por lo que Ostende siempre podría aspirar a ser reabastecida desde la mar. En estas condiciones, Parma realizó una reunión estratégica con su estado mayor, en la que los mandos concluyeron que, tal vez, la mejor de las decisiones, en el estado en que estaban las cosas, era dejar la toma de la ciudad para mejor ocasión. No obstante, eso no significa, exactamente, que los españoles tomasen la decisión de no hacer nada. Más bien, lo que el duque pretendía hacer era cambiar de estrategia, tratando de lograr lo que tal vez en algún momento pensó que lograría por métodos directos a través de métodos más indirectos. Digamos que trataba de adoptar una estrategia Simeone: abrir aquella lata partido a partido. Pero, recordad: el Atlético no gana siempre.

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