lunes, junio 03, 2019

El cisma (12: Catalina se pone de canto)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Con su terca negativa, el Papa aragonés había creado una situación potencialmente dañina, y patentemente caótica, en Europa. El montaje canónico, eso quiere decir legal o todo lo legal que puede decirse de algo que teóricamente es dictado por un Ente inimputable, que anda por el éter y cuyos designios son inescrutables; el montaje canónico de la Iglesia católica, puesto que lo que es en realidad, es lo que se han ido inventando los hombres según les ha petado con la disculpa de que era voluntad de una Paloma que no habla, tiene innumerables elementos absurdos e incluso incongruentes. Y éste, el que afloraba la actitud relapsa de Pedro de Luna, era uno de ellos; de los más gordos.

Todos los habitantes del mundo contemporáneo sabemos qué es lo que pasa cuando un Papa renuncia: se elije a otro, y punto. En realidad, ese “y punto” tiene más agujeros que los bolsillos de Carpanta, pues si la elección de un Papa no la gobiernan los hombres, ¿quién es un hombre, o sea el mismo Papa, para romperla por su propia voluntad? Pero, bueno, estas notas no van a de esto, sino del supuesto exactamente contrario: ¿qué pasa cuando un Papa no quiere renunciar? ¿Puede un concilio deponerlo? Pues está la cosa jodida, porque resulta que un concilio, para serlo, tiene que haber sido convocado y estar presidido por el Papa (normalmente, a través de legados; pero, formalidades aparte, jurídicamente los concilios los preside el Papa). ¿Cómo puede un concilio que, obviamente, no está presidido por el Papa, destituirlo?

Estos temas, que hoy nos pueden parecer polladas, entonces eran la madre del cordero y, de hecho, atormentaron los últimos momentos de Fernando, rey de Aragón. Pasaba el rey horas y horas en conciliábulo con Vicente Ferrer, el predicador influencer, por ver si llegaban a alguna conclusión. Ferrer consultó con Juan González de Acevedo, que era algo así como el principal consultor teológico de la corona castellana, y ambos coincidieron en que el concilio no podía deponer al Papa si éste no quería ser depuesto. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se dice una vez perfeccionado el matrimonio católico. Esto, en el fondo, es lo mismo: aquél al que Dios ha elegido, no lo podrá echar el hombre. Y os diréis: pues mira qué fácil, todo se reduce a admitir que esto de la Iglesia y Dios es una mandanga. Pero, con esa frase, además de revelaros como no creyentes, que es algo que no es en modo alguno reprobable, os reveláis, también, como conocedores apenas epidérmicos de la sociedad europea medieval y tardomedieval; que, la verdad, si estás leyendo estas notas, ya tiene bastante más delito. Quiero decir que a mí me importan tus creencias lo mismo que a Donald Trump las fluctuaciones del precio del cacao en el mercado de Nanyuki; pero lo que sí creo que debes entender es que la Iglesia, en realidad, era la única institución social organizada de aquella Europa, y eso era muy importante para el poder. Si un rey quería garantizarse la fidelidad de sus gentes, necesitaba a la Iglesia para ello; y, sobre todas las cosas, la Iglesia, siendo como era la única organización con suficientes oficinas, el único actor verdaderamente capilar (ni siquiera el Estado lo era entonces), era fundamental para perfeccionar los ingresos estatales. En otras palabras, si en la España de hoy veinte obispos que se ponen de acuerdo a todo lo que pueden aspirar es a cerrar la COPE, en la España de principios del siglo XV veinte obispos bien elegidos, si se ponían de acuerdo, podían gripar la monarquía y dejarla a merced de las clases nobles o de cualquier otro rey vecino que los quisiera invadir.

Es a través de este prisma como debéis de ver los sucesos que ocurrirán en Europa algunas décadas después, y me refiero al saco de Roma y a la coronación imperial de Carlos en Bolonia. Todo aquello fue, precisamente, una señal que se buscó el emperador (en mucha mayor medida que el rey de España) para dejarle claro al pontífice que los tiempos habían cambiado, o empezaban a cambiar; que el poder temporal empezaba a no necesitar del poder espiritual para ser poder. Y eso, de todas formas, lo hizo un tipo que se acabaría llevando un zasca del copón en Trento. Así pues, aunque te parezca que la cuestión es una gilipollez, no lo era. Era alta política, al fondo de la cual, como siempre, estaba la pasta.

El 28 de noviembre, en medio de estas dudas, castellanos y aragoneses volvieron a reunirse para ver si encontraban alguna solución para el sudoku. Concluyeron que la única solución era alcanzar un pacto a tres bandas entre Aragón, Castilla y el rey de romanos. A modo de acta de la reunión, se elaboró una cédula, que fue puesta en manos de los nobles alemanes que habían permanecido en Perpiñán después de la marcha de Segismundo. Está cédula contenía tres puntos fundamentales: los miembros de estos tres poderes podían reunirse en concilio sin haber recibido necesariamente permiso del Papa para ello; que, una vez reunida, esa asamblea era soberana para decidir lo que considerare mejor para la Iglesia; en todo caso, cualquier anatema o procedimiento contra Benedicto debería emitirse con conocimiento de todos, o de una mayoría, de los prelados de su obediencia.

Cuando la noticia de esta reunión llegó a Pedro de Luna, éste tuvo claro que, finalmente, Fernando había flaqueado; había perdido a su otrora aliado más estrecho. En estas circunstancias, la única salida que le quedaba, muy arriesgada en realidad, era intentar separar la unidad doctrinal de los dos grandes reinos peninsulares; y, desde luego, jugar la carta de que, las cosas como son, el clero castellano y aragonés le era aplastantemente fiel. Fernando había actuado como representante legal e informal de los dos reinos, pero el Papa sabía que sus relaciones con Catalina de Lancaster no eran las mejores del mundo; se trataba de hacer que esas diferencias se produjeran en el terreno del cisma.

Estos intentos, sin embargo, fueron tardíos. Para cuando De Luna quiso mover sus peones, el embajador castellano Diego Fernández de Quiñones; Diego Fernández de Vadillo, que lo era de Fernando I de Aragón; más los embajadores del reino de Navarra y el conde de Foix, ya estaban camino de Narbona. Allí, el 13 de diciembre de 1415, firmaron el tratado que lleva el nombre de esta ciudad de la Francia más hispana, tratado que regulaba, ergo garantizaba, la participación de Castilla y Aragón en el concilio de Constanza. Según algunas noticias, y esto lo cuento para que se vea cuál era el trasunto real de todas estas discusiones sobre la santidad y el vicariado de Cristo y bla, en Narbona se firmó un codicilo secreto entre Vadillo y los representantes de Segismundo, del que fueron testigos los castellanos. Este acuerdo secreto establecía que, si Pedro de Luna no renunciaba en 60 días, Aragón procedería a ejecutar la sustracción de obediencia. Todos los prelados proaviñoneses serían llamados a Constanza, donde Fernando dispondría de todos los votos castellanos y aragoneses, sumados a Sicilia y Grecia. A cambio de esto, Fernando adquiriría el derecho a recaudar para sí todos los derechos económicos de la Cámara Apostólica mientras durase la sustracción de obediencia, esto es, mientras no reconociese a otro de blanco para que cobrase él. En otras palabras, Segismundo le daba conscientemente a Fernando los poderes presupuestarios necesarios para ser la nación prevalente en la península ibérica.

El 21 de diciembre de 1415 llegó a Perpiñán la carta de Pedro de Luna negándose, por tercera vez, a dimitir como Papa. Anuncio ante el cual Fernando (quien, como acabamos de leer, sabía, aunque no lo supiese la cristiandad, que se forraba con el gesto) anunció que procedería en breve a ejercer la sustracción de obediencia (y a llevarse la pasta) y que procedía a enviar prelados aragoneses a Constanza (a cumplir su parte del pacto apoyando ahí las tesis de Segismundo). Asimismo, ordenó el bloqueo de Peñíscola. Asimismo, le comunicó a Catalina de Lancaster los acuerdos de Narbona, conminándola a cumplir su parte.

Catalina, sin embargo, no lo tenía tan claro. Los agentes activos de Pedro de Luna, como ya he dicho, habían elegido Castilla para hacerla objetivo de sus principales movidas, tratando con ello de conseguir que el reino construyese una postura propia diferenciada de la aragonesa. Además, hay que contar que también ayudó Fernando, con el gesto de enviar a Castilla a Diego Fernández de Vadillo. Vadillo, en realidad, era el peor representante en que podía haber pensado; era castellano, aunque trabajaba para Aragón; y por eso, mucha gente, y la mayoría de los prelados, castellanos, lo veían como un puto traidor por el papel que había jugado en Perpiñán y Narbona. Catalina, en un gesto que tiene poco margen para la interpretación, nombró arzobispo de Zaragoza a Francés Climent, el principal propagandista aviñonés en Castilla. Les tenía miedo.

Vadillo, sin embargo, supo jugar sus cartas y hacer comprender a los castellanos que era una locura que ahora se fabricasen una política propia frente al cisma. Así, el 15 de enero de 1416, arrancó de la Corte castellana un documento garantizando la segunda sustracción de obediencia. El gesto, sin embargo, fue más simbólico que otra cosa, pues Castilla no ejercitó sustracción alguna. Sin embargo, algunos días antes, el 6 de enero, Fernando sí que había realizado una abjuración pública de la obediencia al Papa Luna.

A finales de enero de aquel año de 1416, cuando los prelados enviados desde la península a Constanza llegaron a la ciudad, refirieron los hechos ocurridos en las últimas semanas, y Segismundo se vio con todos los triunfos en la mano. Sin embargo, no era del todo cierto. Catalina de Lancaster seguía en contacto con Benedicto; era bien consciente de que dos de los pesos pesados de su, por así decirlo, gobierno, eran fieles al aviñonés. Se trata de Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo; y el eterno Alfonso Egea, que lo era de Sevilla. En realidad, el único verdadero apoyo que tenía la postura conciliar en Castilla era la de Juan Enríquez, hijo del Almirante de Castilla y obispo, al alimón, de Cuenca y de Lugo. En Castilla, merced al bullebulle de los púlpitos, se creía que la decisión de Fernando no había sido libre, sino que la había movido el deseo de evitar una guerra con Francia y el Imperio.

Esta situación cambió radicalmente el 2 de abril de 1416, fecha en la que Fernando, gravemente enfermo ya de tiempo atrás, terminó por morirse. Catalina de Lancaster quedaba, pues, como única regente de Castilla, y con las manos libres para desarrollar su propia política, en el tema del cisma como en otros muchos. Pelea de gallos en Constanza.

El 4 de febrero, aproximadamente un mes antes de la muerte de Fernando, el concilio había decidido solicitar el envío de una nueva embajada conjunta de los tres reinos aviñoneses peninsulares, instándoles a enviar sus prelados al concilio. Para que no os equivoquéis echando cuentas, en la lista ya no estaba el reino de Aragón, el cual, como he contado, se había desacoplado el día de Reyes anterior. La nómina cismática estaba formada ahora por Castilla, Navarra y los condados de Foix y Armagnac. O sea, no eran exactamente peninsulares, pero tampoco os pongáis estupendos, que algún que otro cinco raspado sacasteis en Geografía.

En esta embajada estuvieron metidos el eterno Ottobonus de Bellonis, Miguel Jack, Lamberto de Stipite y Pedro de Trilhia. El ya rey Alfonso V de Aragón los recibió con cariño y añadió sus prelados a enviar a Constanza; decisión que le costó lo suyo llevar a cabo, puesto que el clero aragonés, abiertamente aviñonés, estaba en contra de los movimientos hechos por su padre Fernando, que ahora él confirmaba. Alfonso, sin embargo, envió a un embajador suyo, Felipe de Malla, a Castilla, para tratar de convencer a Catalina de que debía hacer lo mismo que había hecho él.

La embajada pasó por Pamplona, donde el rey navarro, Carlos III El Noble, les dio largas diciendo que él sólo aplicaría la sustracción de obediencia si lo votaban las Cortes. Con esta respuesta bastante poco alentadora se marcharon a Castilla, de forma que llegaron a Valladolid el 20 de abril de 1416. Los castellanos, la verdad, los trataron como la mierda. La regente los tuvo en salmuera nueve días hasta que aceptó recibirlos por primera vez. Tras haberlos escuchado, y pretextando que las cosas no estaban nada claras entre el clero castellano (y yo creo que no mentía), dilató la respuesta.

Así, Catalina tuvo a los embajadores todo el mes de mayo tocándose los cojones, hasta que se provocaron tanto dolor que decidieron marcharse de allí y volverse a Constanza como habían venido. Se llevaban una carta de Catalina, una carta en la que medio comprometía el envío de una embajada, pero que estaba redactada en los típicos términos etéreos de quien no quiere pillarse con el carrito del helado.

Toda esta calculada indiferencia no podía, sin embargo, sino provocar la acción por parte de Alfonso V, el rey aragonés. Alfonso, claramente, había resuelto cerrar el tema que su padre había dejado medio gestionado; y sabía que contaba con un partido dentro de la Corte castellana, pues no olvidemos que procedía de la dinastía castellana. Utilizó para ello a Felipe de Malla, quien con seguridad era un maniobrero de alta calidad, pues ya en el mes de julio había conseguido que los principales agentes favorables a De Luna hubieran sido expulsados de la Corte, y que Catalina anunciara su decisión de enviar una embajada a Constanza. Eso sí, la regente siguió dando largas, y no fue hasta octubre que no nombró embajadores, en las personas de: Diego de Anaya y Maldonado, obispo de Cuenca; Fernán Pérez de Ayala; Juan, obispo de Badajoz; Martín Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles; fray Fernando de Illescas, que fuera confesor de Enrique III; Fernando Martínez Dávalos, deán de Segovia y oidor; Diego Fernández de Valladolid, deán de Palencia; fray Luis de Valladolid; y Juan Fernández de Peñaflor.

Aragón obtuvo, por esas fechas, la reivindicación de tener a su disposición los votos de todas sus posesiones dentro y fuera de la península ibérica. A fuer de ser exactos, ese derecho se le prometió también a Castilla y Navarra, lo cual es una gilipollez; pues quien poseía obispados fuera de la península hasta más que doblar sus votos teóricos, era Aragón. El reino de Alfonso, por otra parte, tenía mucha prisa por que los castellanos se presentasen en Constanza y el concilio empezase de hecho. Su situación no era tan buena como parece, pues en Aragón la sustracción de obediencia ni siquiera se había podido publicar en todos los territorios; y allí donde había sido publicada, se desobedecía con luz y taquígrafos, de forma provocadora. Alfonso, pues, necesitaba que el concilio cerrase las vías de agua pronto; pero Catalina echó a perder sus planes con sus retrasos, pues el rey aragonés esperaba que en noviembre la asamblea eclesial estuviese en velocidad de crucero y, como sabemos, todavía un mes antes estaba la regente decretando los poderes diplomáticos.

De hecho, no fue hasta un mes después, en diciembre, que la embajada castellana cruzó la frontera de Aragón. Para colmo, los castellanos se dejaron caer por Peñíscola, donde gastaron un mes tratando de convencer a De Luna de que designase sus embajadores para Constanza. No llegaron a la ciudad conciliar hasta el 30 de marzo de 1417.

Finalmente, Constanza podía comenzar, de verdad, a desplegar sus alas. Unas alas que, claramente, iban en la dirección reformadora de la Iglesia. No se trataba sólo del tema de Pedro de Luna. Los padres conciliares también estaban muy influidos por el episodio muy poco edificante del nombramiento, la fuga y la dimisión forzada de Juan XXIII; episodio que, la verdad, colocó a la Iglesia católica en uno de sus puntos más bajos, y mira que ha cavado agujeros, y los sigue cavando. Por lo tanto, en las sesiones tercera, cuarta y quinta del concilio se aprobaron una serie de decretales que, en mi personal opinión, eran absurdas. Y digo esto porque su filosofía general es que todos los fieles cristianos, incluido el Papa, tienen la obligación de obedecer a la Iglesia. Pero, claro, si la Iglesia es una teocracia (que lo es), basada en el principio de que el Papa es el Vicario de Cristo en la Tierra (que lo está), ¿acaso no se estaba diciendo que el Papa tiene la obligación de obedecerse a sí mismo? O sea, aparte de una declaración contra la esquizofrenia, ¿qué meconio teológico era éste?

Constanza resolvía este temita afirmando que la obediencia superior a la Iglesia reunida en concilio se limitaba a lo temas relacionados con la fe y el cisma. Lo cual, en mi opinión, es poner las cosas en peor situación, pues viene a significar que la delegación del poder espiritual en la Tierra por parte de Dios es como parcial, para unos, uno, y para otro, otros. A mí, la verdad, siempre me ha parecido que la solución buscada en Constanza, laberíntica e inescrutable como todas las que redactan curas, tiene el tufo de lo labrado a medias, como el decimonónico dogma de la infalibilidad papal, otro que tal.

Pero, bueno, ya tenemos un concilio que, por lo menos, ha terminado por tener claro en qué debía trabajar: la reforma de la Iglesia y la elección de un nuevo Papa.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario