miércoles, enero 16, 2019

Carlos III (7: lo de América)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas

La estrecha relación entre Francia y España, en todo caso, habría de proporcionarle a ambos países una misión histórica: la de ser baluarte y apoyo de la Revolución americana. Contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente y, por supuesto, la historiografía chovinista estadounidense, lo que dictaba la lógica es que las trece colonias que se rebelaron contra su metrópoli londinense perdiesen su guerra. Si la ganaron fue, en buena parte, gracias a Francia y España, en un apoyo que no ha sido siempre todo lo reconocido que debería, ya que ha quedado sepultado debajo de la imagen sobrada que labraron los EEUU de sí mismos (para mayores referencias, os recomiendo el interesantísimo Brothers at arms. Apoyo que, en todo caso, también se produjo de manera semiobligada, porque los planes iniciales, sobre todo de Madrid, eran muy otros.

El problema americano tuvo la gran virtud, además, de llegar cuando tenía que llegar. La llamada Guerra de los Siete Años había dejado a Francia muy maltratada en el ámbito europeo. Aunque no se citen estos dos casos muy habitualmente, a principios de la octava década del siglo XVIII, Francia había perdido dos de sus grandes puntos de poder en Europa: primero con el desmembramiento de Polonia (1772); y, después, con la más que evidente pérdida de poder internacional de Turquía tras el tratado de Kuchuk Kainardji (1774). Prusia comenzaba, poco a poco, a convertirse en el poder de referencia en Centroeuropa, lo cual eliminaba uno de los principales referentes del poder francés, que había sido su estrecha relación con los príncipes germanos. España sufría la pérdida de influencia y poder internacional de su aliado de referencia, sobre todo a través de la soberbia de Portugal, quien ahora se encontraba aliado a la potencia adecuada.

Por eso, a París, en buena medida, le tocó la lotería con la rebelión de las trece colonias americanas. Casi sin presencia ya en la zona, para los franceses aquello era casi todo beneficio. No ocurría lo mismo con los españoles, sin embargo, ya que en Madrid se temía, y con razón, que la decisión de las colonias de rebelarse pudiera servir de ejemplo para sus amplias posesiones en el continente. No hay que olvidar, además, que algunas de las posesiones españolas eran fronterizas con la zona de conflicto. Floridablanca, ministro del rey español, temía además, y con razón, que el juego de alianzas y contraalianzas en América pudiera hacer estallar una nueva guerra europea para la cual los aliados mediterráneos estaban muy poco preparados. Así las cosas, la primera intención de Madrid fue operar de mediador entre las colonias y Francia por un lado, e Inglaterra por el otro, para coser algún tipo de acuerdo. El marqués de Almodóvar, entonces embajador en Londres, opinaba que los ingleses no tenían gran deseo de hacerle la guerra a España y, por lo tanto, alimentaban la neutralidad del país. El verdadero enemigo del papel neutral y arbitral que se quería dar España a sí misma era Francia, lógicamente mucho más interesada en que Madrid hiciese valer los lazos de familia y se implicase en el enfrentamiento bélico a su favor. En febrero de 1779, París redobló sus presiones sobre Madrid. Para entonces, sin embargo, las dudas eran muchas en la Corte carlina en el sentido de que Francia estuviese realmente implicada en un enfrentamiento serio, por lo que comenzaban a sospechar que lo que intentaba París era agitar el fantasma español para ahorrarse esfuerzos. Los franceses, ya se sabe, desde Carlomagno hasta Macron, no han hecho otra cosa que ir siempre con la verdad por delante (IroníaOFF).

El 28 de de febrero de aquel año, sintiendo que tenía que hacer algún movimiento que hiciese a los franceses ser conscientes de la situación, Floridablanca permitió que se filtrasen los papeles adecuados como para dar la sensación de que se estaba acercando algún tipo de acuerdo entre Madrid y Londres.

El problema, sin embargo, era de fondo: la actitud de las colonias. A mediados de marzo de aquel año, el gobierno inglés comunicó al español que su intención en el conflicto americano era, sí, negociar con las colonias, pero como tales: se planteaba, pues, un diálogo entre una nación soberana y sus territorios súbditos, no, en modo alguno, un diálogo de igual a igual. Esto, lógicamente, empantanaba en los despachos la posibilidad de solucionar el problema de los futuros Estados Unidos. El 3 de abril, esta nota inicial se convirtió en ultimátum, que como tal fue comunicado a las Cortes de París y Madrid. Carlos, en su papel de mediador, optó por la vía pacifista: propuso el cese indefinido de las hostilidades entre Inglaterra y Francia, la convocatoria de una conferencia de paz y la paralización de las acciones armadas en las colonias; pero para entonces todo el mundo en Palacio tenía claro que la actitud inglesa rechazaba de facto cualquier mediación.

Aquí ya hemos tenido la ocasión de contar el proceso de independencia norteamericana y, sobre todo porque es lo que interesa para este punto de las notas, la enorme miopía con que se enfrentó al mismo el Imperio británico. Londres no quiso ver más solución que la guerra, convencido como estaba de que la ganaría, y por el camino comenzó a gripar incluso lo intereses neutrales, pues sus flotas comenzaron a mostrarse hostiles frente a los mercantes españoles.

La mediación española, pues, zozobró finalmente, entre la indiferencia y el desprecio de los ingleses, y el gozo de los franceses, quienes ahora ganaban un aliado casi forzado en la guerra que querían hacer contra Inglaterra. Operó, pues, durante estas semanas, el hecho, bastante palmario, de que, a estas alturas de la Historia, la verdad es que los ingleses despreciaban a España como potencia, como agente geopolítico. Se les daba una higa lo que hiciese Madrid o dejase de hacer, porque estaban convencidos de que no podían hacer gran cosa.

El 12 de abril de 1779, en Aranjuez, el gobierno español y el embajador francés firmaron un acuerdo secreto en el que se estipulaba que, caso de que Inglaterra no hiciese caso de lo puntos de mediación sugeridos por España (cosa que todo el mundo sabía ya que iba a ocurrir oficialmente en un momento o el otro), Madrid y París se unirían en una alianza, una más, que le declararía la guerra, una más, a Inglaterra. Se hicieron planes para invadir las colonias inglesas y se reavivaron las cláusulas del Pacto de Familia que instaban a los acuerdos mancomunados; lo cual, en la práctica, quería decir que ambas partes se comprometían a no alcanzar acuerdos bilaterales, ni con Inglaterra, ni, tampoco, con las colonias rebeldes o con alguna de ellas.

Según los términos de ese acuerdo, los objetivos por los que España entró en esa guerra fueron: la recuperación de Gibraltar; el control sobre el río de Mobila (o sea, Mobile); Pensacola y toda la costa de la Florida; la expulsión de los ingleses de la bahía de Honduras; la restitución de Menorca; y la retrocesión de algunas concesiones comerciales en México que anteriormente habían arrancado los ingleses.

El 11 de junio, los tratados firmados entre España e Inglaterra quedaron formalmente rotos, y el 22 el conde de Almodóvar, poco antes de abandonar Londres y el país, entregó una nota al gobierno inglés que hacía las veces de declaración de guerra. En esta nota, en todo caso, España justificaba su actitud agresiva únicamente en los problemas que había registrado su flota mercante con los barcos británicos; ni se citaba su alianza con Francia ni tampoco el tema de las colonias. Hay que suponer, pues, que la diplomacia española, probablemente, trataba de dejar un portillo abierto para la suspensión de hostilidades en el caso de que Londres se mostrase comprensivo con el problema comercial. De hecho, Floridablanca instruyó claramente a sus generales y almirantes para que evitasen el lenguaje bélico formal en sus comunicaciones, en lo que parece un intento de hacer la guerra sin hacerla, o de hacerla pensando en su final desde el primer momento.

Había elementos en la Corte francesa que querían ir muy lejos en aquel enfrentamiento. En la mente de todos estaba el reto nunca cumplido desde 1588: la invasión de las costas inglesas por tropas continentales o, si se prefiere, el sueño de la Gran Armada. Esos elementos propugnaban, ahora que se había labrado la alianza con España, una operación dirigida, o bien a la costa meridional inglesa, como había intentado Felipe II; o bien en la costa irlandesa, como había intentado su hijo. Madrid, sin embargo, no estaba nada convencido y, de hecho, Floridablanca no quería ni oír hablar de algo así. En los últimos días de aquel año de 1779, tuvo un encuentro tormentoso con el embajador francés en Madrid, entrevista que terminó a gritos por parte española y en la que el ministro carlino le dijo al embajador lo que pensaba en verdad (y seguramente, además, era la verdad): que Francia no estaba personalmente decidida a implicarse en una guerra total; que su intención era comprometer sus barcos para que patrullasen el Canal, mientras que España hacía el trabajo sucio; que todo lo que estaba buscando París era un acuerdo con Londres para la independencia de las colonias, y que una vez conseguido eso, de las reivindicaciones de España nunca más se sabría. Le dijo, finalmente, que la Armada española estaba preparada; pero que no la movería mientras no viese en los franceses una verdadera intención bélica.

Ciertamente, los planes para invadir Inglaterra existieron, puesto que se conservan en los archivos nacionales francés y español. Pero que existiese una planificación teórica y por escrito no quiere decir que hubiese voluntad de llevarla a cabo; el papel lo aguanta todo.

Hay que reconocer que, para aquella expedición, ni Francia ni España apostaron por la sangre nueva. Almirante de la flota francesa surta en Brest fue nombrado el conde de Orvilliers, que para entonces contaba con 71 años de edad (que serán como noventa y pico de hoy en día); y, por la española, Luis de Córdoba, que había nacido incluso dos años antes que el francés. El francés fue nombrado generalísimo de la flota, lo cual nos da un pista de por qué Madrid nombró a Córdoba, persona de natural conciliadora y enemiga del conflicto personal.

Al frente de la flota inglesa, el gobierno de Londres colocó a sir Charles Hardy, que tampoco es que fuese un milenial precisamente. Y fue un nombramiento bastante extraño, pues Hardy llevaba años enterrado como director del Museo Naval de Greenwich, pues llevaba más de quince años ya en la reserva. De hecho, en la arenga que le soltó a sus oficiales les dijo que esperaba de ellos el más estrecho de los apoyos los días que no sufriese de gota.

Todo en el montaje de aquella invasión-guerra da que pensar que allí nadie quería darse de hostias.

Las flotas de cacatúas española y francesa se dieron vista de catalejo el 23 de julio de 1779 a la altura de las Islas Sisargas, de donde se allegaron al Canal. Esta vez, como en la Armada, no fue tanto el clima el que les jodió, como la microbiología. Un montón de miembros de la tripulación comenzó a enfermar y, en pocos días, las bajas se contaban por cientos. Aun así, la flota conjunta logró llegarse a vista natural de Plymouth, lo que causó el acojone del personal allí y una rebelión de prisioneros franceses que había en su cárcel.

Los barcos hispanofranceses anglofranceses, sin embargo, iban casi de vacío, sólo con marineros. Las tropas de desembarco esperaban en Normandía al mando del conde de Vaux, igual que en tiempos de Felipe II habían esperado en Flandes. Dependía de Orvilliers decidir cuándo el Canal estaba suficientemente limpio como para hacer el traslado. Los franceses de Normandía estaban galvanizados, entre otras cosas porque el famosérrimo Lafayette había regresado de América y se mostraba dispuesto a colocarse al frente de algunas tropas.

Hardy, sin embargo, era un buen conocedor del clima de la zona, y de los problemas que presentaba el tiempo y la mar allí. En cuanto tuvo informes de las enfermedades que se habían enseñoreado de lo barcos enemigos (hasta el punto de faltar personal sano para realizar las labores normales), simplemente decidió esperar a que el viento, las galernas y las olas hiciesen su trabajo. En realidad, la invasión de Inglaterra se fue a la mierda el día, a mediados de agosto, en el que un convoy con avituallamiento para la flota llegó a la zona. Estuvo días tratando de encontrar sus barcos amigos en medio de la galerna pero, como quiera que sólo avistó banderas inglesas, se volvió a Brest. En estas condiciones, el 25 de agosto Orvilliers reunió a sus oficiales en medio de otra galerna que duraba ya días y, ante la falta de avituallamiento y los problemas de enfermedad, decidió hacer un último intento para avistar la flota de Hardy que, de no conseguirse, provocaría su regreso a Brest. Que fue lo que pasó, porque para entonces el inglés ya no estaba en la zona. El 10 de septiembre, ante la amenaza del mal tiempo, regresaron.

Si bien las colonias consiguieron lo que querían en su rebelión, y en buena parte gracias a la ayuda que recibieron de franceses y españoles, para España aquella guerra acabaría por aportar bien poca cosa y, lo que es más, tal y como temían sus gobernantes, plantó la semilla de la rebelión de las colonias. Uno más, pues, de nuestros negocios, digamos, discutibles.

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